lunes, 19 de mayo de 2008

SAN MARCELINO CHAMPAGNAT


Apuntes Biográficos

Abiertamente menospreciado, incomprendido e incluso calumniado en su época, Marcelino Champagnat sufrió también la más penosa y desalentadora prueba entre cuantas puede afrontar un hombre: la traición de quienes pasaban por ser amigos, compañeros de ruta. Tampoco faltarían los que intentaron, y casi lo consiguen, despojarlo de su obra, robarle los frutos obtenidos con el sacrificio de su propia vida. Si hubiese que señalar un solo aspecto para describir al fundador de los Hermanos Maristas, su sello distintivo sería el de una voluntad inquebrantable, no la voluntad de poder sino la voluntad de ser más para mejor servir.

La Familia
Nacido el 20 de mayo de 1789, en Marlhes, departamento de Loira (Francia), José Benito Marcelino fue el menor de nueve hijos, procreados por Juan Bautista Champagnat y María Teresa Chirat. Aunque dedicado a las tareas del campo y el comercio de ganado, su padre tenía una preparación poco habitual en aquellas apartadas regiones, circunstancia que le llevaría a desempeñar diferentes y sucesivos cargos públicos en la comuna de Marlhes, mereciendo el aprecio de sus paisanos por la actitud responsable y mesurada con la que siempre supo conducirse.

Ocho años después de iniciada la Revolución Francesa, Juan Bautista sería elegido Alcalde de Marlhes, lo cual implicaba poner en práctica las disposiciones frecuentemente arbitrarias de una política extremista con marcado acento anticlerical. Sin traicionar sus convicciones, más próximas a un liberalismo provinciano, aquel hombre justo procuró aplicar la ley pero se abstuvo de confundirla con el terror jacobino desatado en las grandes poblaciones. De ahí que, en algún momento de su larga gestión, fuese denunciado ante el Directorio como un “contrarrevolucionario”, acusación cifrada en el hecho de que permitiera el culto religioso entre los habitantes de la comarca bajo su autoridad.

Más grave aún podía considerarse el que hubiese dado asilo, en su propia casa, a una monja de ideas “refractarias” quien, por cierto, era nada menos que su hermana Luisa. A pesar de todo, el apoyo incondicional de sus paisanos impidió que llegasen a prosperar semejantes acusaciones.

Como la tía Luisa tomara a su cargo, en buena medida, la educación del pequeño Marcelino, no puede ignorarse la temprana y, por ellos, acaso decisiva influencia que tuvo esta mujer en el futuro santo. Sus biógrafos, casi de manera unánime por no decir uniforme, tienden a minimizar el hecho como si la sencillez de la monja o su condición de “refugiada” en el hogar del hermano liberal, fuesen argumentos válidos para negarle algún ascendiente de importancia sobre le niño cuando, a juzgar precisamente por las circunstancias mencionadas, todo induce a suponer lo contrario.

Al igual que sus ocho hermanos mayores, Marcelino pasó su niñez y adolescencia en un ambiente rural, vinculado con las tareas propias de la granja familiar: el cultivo de la tierra, la molienda de trigo, el pastoreo, la cría de corderos, el comercio de ganado, rudimentos de construcción, labores todas que aprendió con relativa facilidad y, según se sabe, no le desagradaban. ¿Cómo explicar entonces la repentina determinación de estudiar latín, con miras a ingresar en el seminario, no obstante su tardía educación escolar y las negativas impresiones que recibió del maestro Bartolomé Moine y del coadjutor Laurent?

Probablemente, la tía Luisa no fue capaz de lograr que su sobrino aprendiese a leer pero, sin duda, sembró en él una inclinación hacia la vida religiosa que, contra numerosos y nada despreciables obstáculos, Acabaría por convertirse no tan sólo en firme vocación sino en camino de santidad. Sí, es cierto que el párroco Alirot vaticinó la testarudez de Marcelino por no haber llorado cuando éste lo bautizara; también es verdad que nació bajo el signo de Tauro, cuyas cualidades características son la tenacidad y la fortaleza, pero sería muy aventurado derivar su disposición espiritual de tales rasgos, mismos que bien podrían haberse encauzado de modo muy diferente.

¿Cuál fue la circunstancia específica que no compartió Marcelino con el resto de sus hermanos, además, claro está, de haber sido el menor? La presencia cercana y constante de la tía Luisa, encariñada fervorosamente con el único Champagnat dispuesto a escucharla. De ningún modo quiere decirse con ellos que la monja “fabricara” al santo, ni siquiera que indujese su vocación sacerdotal, sin embargo, se le puede atribuir al menos el haber despertado, en la conciencia de un niño, otras aspiraciones, más allá de una apacible vida campesina. Y no es poco mérito.

Vocación o Destino
En julio de 1801, Napoleón Bonaparte firmó con la Santa Sede el concordato mediante el cual devolvía a Pío VII los estados pontificios que se le habían quitado a su antecesor. Así, una vez suprimida la política represiva y persecutoria fomentada por los líderes revolucionarios contra la Iglesia, ésta hubo de aplicar grandes esfuerzos para la reapertura de sus seminarios y el reclutamiento de jóvenes que desearan consagrarse a la vida sacerdotal, empresa realizada en toda Francia.

Con ese propósito y comisionado por el vicario Courbán, llegó hasta la pequeña población de Marlhes, en 1803, un profesor del Seminario Mayor de Lyon, el abate Linossier, en cuyo recorrido visitaría la granja de la familia Champagnat. Allí tuvo oportunidad de platicar con los hijos de Juan Bautista y María Teresa, excelentes muchachos pero ninguno de ellos interesado en el sacerdocio, salvo el más joven, Marcelino.

Dado que no se conocen los pormenores de la entrevista que sostuviera el abate con Marcelino, suele describirse la escena en términos tan vagos que sorprende la rotunda declaración de Linossier: “Hijo mío, tienes que estudiar latín y hacerte sacerdote”. Pero desconcierta aún más la disponibilidad del muchacho quien, hasta entonces, había demostrado con su habitual franqueza un completo rechazo por el estudio, a la vez que plena identificación con las tareas de la granja familiar, particularmente con la cría y venta de corderos.

Acontecimientos posteriores parecen confirmar que la “repentina” vocación de Marcelino sería desalentada, en reiteradas ocasiones, a causa de sus pobres aptitudes para el estudio, seguramente más notorias dado su considerable rezago escolar pues, a los diez años, no sabía leer ni mucho menos escribir. A propósito de ellos, reviste particular interés la opinión de su cuñado, Benito Arnaud, antiguo seminarista y luego maestro en Saint-Saveur quien, tras haberlo recibido en su escuela con el fin de darle cierta preparación antes de su ingreso al seminario, envió a los padres del muchacho esta inequívoca recomendación:

Vuestro hijo está empeñado en seguir los estudios, pero sería un error permitirle continuar. Carece de dotes para lograrlo. No está hecho para estudios tan largos.

¿Cabría suponer que tan desfavorable juicio del cuñado lo formulaba el antiguo seminarista y no el maestro? Tal vez. De cualquier modo, Marcelino, firme en su determinación de ingresar al seminario de Verriéres, empezó por ser el último de la clase con grandes dificultades para el aprendizaje de latín. En su lugar, cualquier otro habría claudicado; él no lo hizo e inclusive concibió la manera de obtener una mejor y más rápida asimilación de las lecciones, algo así como un ejercicio mental de concentración y memorización, aplicable a todas las asignaturas.

El ingenioso método que, según sus propias palabras, le permitió descubrir “el secreto del latín”, no pudo ser más provechoso pues conseguiría óptimos resultados al término de aquel primer curso y, desde entonces, a lo largo de los siete años restantes que permaneció en Verriéres. A ellos contribuyó también el estímulo de un pacto acordado con varios compañeros: “Finalizar los estudios en el seminario antes que derrotasen a Napoleón.
Señales de identidad
De aquella época se conocen descripciones fidedignas sobre el aspecto físico del joven estudiante: constitución atlética, casi un metro ochenta de estatura, cabello castaño, ojos cafés de singular brillo y fijeza en la mirada, nariz ligeramente aquilina. En cuanto concierne a su personalidad, los testimonios coinciden en resaltar un trato amable, actitud servicial, carácter impetuoso pero invariablemente controlado por una férrea voluntad, algo callado aunque nunca huraño y de natural buen ánimo.

Más que confianza en sí mismo, Marcelino Champagnat denotaba una profunda convicción en su trabajo de apostolado. Quines le conocieron de cerca, no pudieron sustraerse a esa energía vital que irradiaba toda su persona; jamás fue un hombre proclive a los grandes discursos ni gustaba de especular sobre sus proyectos, sin embargo, tenía el don de encontrar las palabras adecuadas en el momento preciso y daba la impresión de anticiparse a los acontecimientos, como si supiera de antemano cuándo y cómo habrían de ocurrir.

A mediados del mes de octubre de 1813, el ejército de Napoleón sufrió una grave derrota en Leipzig. Por entonces, Marcelino Champagnat en Verriéres y se preparaba para ingresar en el seminario mayor de Lyon, donde le aguardaban tres años de formación teológica, interrumpidos durante una breve temporada en 1814, con motivo del agotamiento físico y mental que le obligó a tomar un descanso en Rosey, bajo el cuidado de sus hermanos.

No está de más señalar que la ausencia de sus progenitores, fallecido el padre en 1804 y la madre en 1810, se hizo sentir más durante aquel forzado reposo en la casa familiar, tan llena de recuerdos entrañables. A fin de no dejarse arrastrar por la melancolía, contraria al espíritu combativo y esperanzado del subdiácono Champagnat, quien recibiera las órdenes menores el 6 de enero de 1814, fiesta de la Epifanía, desatendió las indicaciones médicas que le aconsejaban evitar cualquier clase de esfuerzo, entusiasmado con la idea de auxiliar a sus hermanos en las faenas de la granja, labor que vino a darle renovados bríos.

Una huella profunda
Llama poderosamente la atención el hecho de que apenas se sintió capacitado para predicar la palabra de Dios, Champagnat encauzaría su ministerio hacia la catequesis de los niños; preferencia manifiesta de regreso en su tierra, donde tuvo la iniciativa de reunir a los pequeños de las familias vecinas, impulsado por el afán de proporcionarles instrucción religiosa. Desde el primer momento, evidenció una admirable perspicacia pedagógica, echando mano de todos los recursos a su alcance para despertar el interés de los niños y facilitar, mediante amenas ejemplificaciones, la compresión de sus enseñanzas.

Bajo una mirada retrospectiva, se puede advertir cuán profunda huella dejaría en su memoria la ingrata experiencia del ámbito escolar, no sólo por un acceso tardío sino, especialmente, debido a la rudeza de los métodos disciplinarios aplicados y el nulo respeto, ya que no aprecio, por la dignidad humana de los alumnos. Cuando, a sus diez años, se rebeló de manera categórica contra el proceder de un maestro y no quiso volver a la escuela, ya había nacido en el alma de Marcelino esa inquietud que le llevaría, con el paso del tiempo, a forjar un nuevo estilo educativo.

Por otro lado, el desolador panorama de atraso e ignorancia que tuvo ante sí, ya recibida la sólida formación del seminario, añadió a su temprana inconformidad, un sentido evangélico y una dimensión superior que trascendían, por mucho, tanto las necesidades inmediatas de la catequesis como de la alfabetización en un determinado entorno. Semejante desafío no podía enfrentarse de una manera individualista ni circunstancial, demandaba un esfuerzo solidario y permanente que respondiera a las sucesivas generaciones.

Comprendía muy bien –al fin hombre de campo– , que las tareas de siembra y cosecha son dos etapas indispensables de un mismo proceso, cuya cíclica periodicidad estaba vinculada al paso de las estaciones y éstas, más o menos acusadas, más o menos puntuales, reflejaban el ritmo de la naturaleza, el curso de la propia vida. En forma análoga, la existencia de los seres humanos sobre la tierra, su paso fugaz pero maravilloso por este mundo –de camino hacia el otro–, requiere una siembra adecuada, un cultivo vigilante y amoroso que se desarrolle con hondas raíces, florezca en su crecimiento y rinda frutos abundantes.

Claro está, las desagradables impresiones no determinaron, por sí solas, su generosa dedicación a la enseñanza, ni su posterior proyecto de fundar un instituto de educadores; en su caso, la reacción lógica habría sido alejarse definitivamente de todo cuanto le recordara la escuela. Tal viene a ser la diferencia entre un hombre común y otro excepcional: el primero busca cicatrizar sus heridas, el segundo empeña la vida para evitar que otros resulten heridos.

Aquella manzana con la que, en cierta ocasión, Champagnat ejemplificó la redondez del planeta para hacerles ver a sus pequeños alumnos la extensa porción del mismo habitada por quienes desconocían a Jesucristo, también ha mantenido intacta, como la manzana del relato bíblico o la de Newton, la contundente actualidad de su simbolismo.



Muchas puertas por abrir
Ordenado sacerdote el 22 de julio de 1816, se le nombró coadjutor en la parroquia de La Valla, no sin antes refrendar su promesa de consagrarse a la Virgen María y constituir, bajo la advocación de ésta, una sociedad que se dedicara a la enseñanza de niños y jóvenes; proyecto de hermandad fraguado inicialmente con un grupo de compañeros en el seminario mayor de Lyon, entre quienes figuraban los teólogos Colin, Terrallion, Courveille y el propio Champagnat, suscrito luego por todos ellos en la primavera de 1815. A la sombra del santuario de Fourvière y con la presencia del reverendo Cholleton, los miembros de la naciente Sociedad de María sellaron su compromiso.

Mientras maduraba su pedagogía llegaba la oportunidad de poner en marcha los trabajos del magisterio, el coadjutor de La Valla quiso conocer a las casi dos mil personas que conformaban el ámbito parroquial. Con este fin, requirió la valiosa ayuda del sacristán quien, a lo largo de varias jornadas, habría de conducirlo por las agrestes inmediaciones del Pilat donde, enmarcado contrate con la belleza del paisaje, encaró la triste realidad de hombres y mujeres inmersos en la miseria, víctimas del abandono, la ignorancia y el alcoholismo.

Allí, uno más con esa humilde gente, Champagnat inició la silencio pero efectiva labor de servicio que, día con día, le permitió ganarse la confianza, el respeto y la estimación de todos. Ya fuese bajo la lluvia, con sol, en medio de violentas ventiscas, pro caminos fangosos o cubiertos de nieva, apenas transitables, el enjundioso sacerdote no dejaría de acudir al llamado de los enfermos, los ancianos, los moribundos. Muy pronto, gracias a su generosa y entusiasta dedicación, no sólo sería solicitado para los bautizos y la administración de otros sacramentos, sino también para servir de mediador en problemas familiares, conflictos vecinales, disputas de trabajo.

Tan rápida simpatía fue resultado de la enorme popularidad que obtuvo entre los niños pues, recién llegado a La Valla, una de sus primeras iniciativas consistió en organizar la catequesis, cada vez más concurrida no obstante la crudeza del invierno y las dificultades de acceso. Con su peculiar estilo de tratar a los pequeños, felices por saberse y sentirse apreciados, Marcelino alegraba los corazones y despertaba las conciencias en aquel olvidado pueblo del alto Loira. Quien así era capaz de cautivar a los chiquillos y de entusiasmar a los adolescentes, acabó por ganarse el afecto de los mayores.

Si algún resquicio de duda hubiese quedado en su ánimo, con respecto a la idea de fundar un instituto de hermanos dedicados a la enseñanza, dos hechos igualmente significativos vinieron a disipar cualquier posible incertidumbre. Uno de aquellos fue la reunión de varios niños, en pleno invierno y bajo la más completa oscuridad, a las puertas de la casa parroquial. Como el sacerdote los viera por mera casualidad, dado que aún faltaban varias horas para despuntar el alba, no pudo sino invitarlos a que entrasen y, ya resguardados del frío, averiguar los motivos de su insólita presencia. A medias palabras, todavía ateridos por la gélida temperatura, explicaron a un conmovido Champagnat que deseaban asistir a la catequesis.

¿Podía pedirse una más clara y patente demostración de cuánto necesitaban aquellos niños conocer a Jesús y a su Buena Madre? ¿Acaso no había muchos más, cientos, miles de pequeños en toda Francia a la espera de que alguien abriese para ellos las puertas de la evangelización? A partir de entonces, Marcelino se ocupó también de coordinar la asistencia de los niños a la catequesis, de tal suerte que los más grandes acompañaban a los más pequeños y no se dieran, en lo sucesivo, otros casos de “madrugadores” con riesgo de ver quebrantada su salud o inclusive de extraviarse por los desolados y escarpados caminos de la región.

Otra experiencia, mucho más dolorosa, que alentaría con urgencia la realización de sus planes educativos fue la de verse llamado repentinamente a la cabecera de Juan Bautista Montagne, un muchacho de 17 años quien agonizaba sin remedio. Con honda tristeza, Marcelino advirtió que el moribundo ignoraba las más elementales nociones de Dios; había vivido su corta existencia en el más completo abandono y la proximidad de la muerte le hallaba en el peor de los desamparos: sin la esperanza de la resurrección. Un par de horas en íntima y serena conversación hicieron posible que naciera la fe en el joven que moría.

Con la mayor sencillez
Por aquellos días, Champagnat organizó una modesta biblioteca en la casa parroquial, donde la gente pudiera cultivarse poco a poco con la lectura de buenos libros que, hasta entonces, habían sido inaccesibles para los habitantes de la comarca. Esta iniciativa quizá pudo verse, al principio, como una extravagancia del joven sacerdote pues predominaba el analfabetismo, empero dicha circunstancia fue su mayor aliciente, su principal motivación. No sólo tenía en mente celebrar los oficios religiosos y atender las necesidades elementales de sus feligreses – tareas imprescindibles a las que se entregó en alma y cuerpo–, también abrigaba el ferviente anhelo de abrir una escuela, de proporcionar instrucción complementaria de la catequesis.

Consciente, como muy pocos en su época, de que la fe y la cultura debían desarrollarse en forma simultánea con miras al justo equilibrio de la persona y su cabal realización, la pedagogía concebida por Marcelino Champagnat y el estilo educativo que derivó de la misma tuvieron, ya desde el primer momento, esa definida e irrenunciable orientación. De ahí, precisamente, la imperiosa necesidad de crear un instituto que formase maestros capacitados y convencidos para el satisfactorio cumplimiento de ambas exigencias: instruir y educar.

Por muy propicias que pudieran parecer las circunstancias (y estaban muy lejos de serlo); por mucho que se quiera subrayar la conveniencia de aquel proyecto (juzgado como insensato hasta la obcecación), y por más que surgieran entonces vocaciones afines (ganadas a pulso y cuentas gotas), resulta imposible negar el arrojo, la perseverancia y el genio de Champagnat para tomar decisiones, superar los obstáculos y transformar la realidad.

Merced a esa energía incontenible y contagiosa, cuyo sustento era una confianza absoluta en la Providencia, el padre Champagnat atrajo a sus primeros discípulos: Juan María Granjón, un muchacho iletrado que acudió a la parroquia en busca de asistencia sacerdotal para su abuelo enfermo, y Juan Bautista Audrás, quien había intentado unirse a los Hermanos de las Escuelas Cristianas pero no lo consiguió por ser “demasiado” joven.

De inmediato comenzó la intensa preparación de los aspirantes quienes, sobre la marcha, sumaron sus esfuerzos a los del sacerdote para reconstruir y acondicionar una ruinosa vivienda con pajar y un pequeño huerto, aledaña al rectorado de La Valla, cuya adquisición fue posible mediante el préstamo de 1600 francos.

Una vez concluida la fatigosa labor de reparación que abarcó tejados, techumbres, muro y suelo, Marcelino tuvo un gesto que hacía patente su esperanza en el venturoso porvenir de la institución; sirviéndose de una gruesa tabla, bien cortada, grabó a fuego en ella estas palabras: Instituto de los Hermanitos de María, letrero que colocó sobre el dintel de la puerta donde todos pudieran verlo. Así, con la mayor sencillez, nació la primera escuela marista el 2 de enero de 1817.

¡Cuántas veces se repetiría, desde aquella memorable fecha, una escena similar! Y cuántas otras veces, también, se juzgaría como “imprudente” por no decir “ridícula” la ejecución de un proyecto que, a falta de recursos humanos y materiales, parecía destinado al más rotundo fracaso. Aunque razonables, los sombríos pronósticos fallaron y volvieron a fallar pues, en sus cálculos, no consideraban el denodado trabajo comunitario de los Hermanos ni la especial veneración de éstos por María, cuyo nombre adoptara el fundador en prueba de filial confianza.

La inspiración
Pueden discutirse tales o cuales características personales del santo, son bienvenidas todas las aportaciones a favor de su Congregación, no hay impedimento alguno para hacer las modificaciones que los nuevos tiempos exijan, pero nada justificaría el abandono de la devoción a la Virgen: fuente inagotable de bendiciones, núcleo de la vida fraterna, inspiración del quehacer educativo y, como bien lo hizo notar Marcelino Champagnat, recurso ordinario sin el cual los Maristas dejarían de serlo.

¡Cuántas veces se repetiría, desde aquella memorable fecha, una escena similar! Y cuántas otras veces, también, se juzgaría como “imprudente” por no decir “ridícula” la ejecución de un proyecto que, a falta de recursos humanos y materiales, parecía destinado al más rotundo fracaso. Aunque razonables, los sombríos pronósticos fallaron y volvieron a fallar pues, en sus cálculos, no consideraban el denodado trabajo comunitario de los Hermanos ni la especial veneración de éstos por María, cuyo nombre adoptara el fundador en prueba de filial confianza.

La inspiración
Pueden discutirse tales o cuales características personales del santo, son bienvenidas todas las aportaciones a favor de su Congregación, no hay impedimento alguno para hacer las modificaciones que los nuevos tiempos exijan, pero nada justificaría el abandono de la devoción a la Virgen: fuente inagotable de bendiciones, núcleo de la vida fraterna, inspiración del quehacer educativo y, como bien lo hizo notar Marcelino Champagnat, recurso ordinario sin el cual los Maristas dejarían de serlo.

Al consagrar tanto la fundación como el desarrollo del Instituto a su Buena Madre, le dirigió estas palabras que son plegaria y paradigma:

Es tu obra, Tú nos has reunido, no obstante la oposición del mundo, a fin de procurar la gloria de tu divino Hijo. Si nos niegas tu ayuda, pereceremos; nos extinguiremos cual una lámpara sin aceite. Pero si perece, no es nuestra obra la que se pierde sino la tuya, porque Tú has hecho todo entre nosotros. Contamos, pues, contigo, con tu ayuda poderosa; en ella confiaremos siempre.

Asimismo, cabe recordar aquí la emocionada exhortación a los Hermanos cuyo eco resuena hoy como entonces y que es preciso grabar a fuego en todos los corazones:

No os preocupéis por las amenazas y contradicciones del mundo, ni temáis lo más mínimo por vuestro porvenir. María, nuestra Buena Madre, modelo y excelsa Señora, nos ha congregado en torno suyo y no consentirá que nos extraviemos. Con más fidelidad, sigamos honrándola, manifestando que somos verdaderos hijos suyos, imitando sus virtudes. No temamos acudir a Ella demasiado a menudo, pues su bondad y poder no tiene límites, y el tesoro de sus dádivas es inagotable. Redoblemos nuestra confianza en Ella. Recordemos que es nuestro recurso ordinario. Amemos a María, amémosla mucho, amémosla intensamente.

El estilo
En poco tiempo, menos de un año, a los dos primeros discípulos se añadieron cuatro más: Antonio Couturier, Lorenzo Audrás (hermano mayor de Juan Bautista), Bartolomé Badard y Gabriel Rivat. Éste último había sido uno de los pequeños que acudieron al catecismo del padre Champagnat y –¡quién lo diría!–, llegó a ser el primer Superior General del Instituto (con el nombre de Francisco), elegido por votación el 12 de octubre de 1839.

Las directrices de la pedagogía marista, tal como las estableciera el fundador de la institución, fueron bien asimiladas por aquel grupo de jóvenes “instructores”, cuya sencillez, disciplina y jovialidad ganaron rápidas simpatías. Un temprano reconocimiento de sus cualidades provino del señor Alcalde de Saint-Aveur, José Antonio Colom de Gast, ajeno al ámbito de la Iglesia y nada sospechoso de parcialidad. En una carta a su colega de Bourg-Argental, el señor Pleyné, trazó el perfil de los Hermanos Maristas con singular acierto:

Estos profesores conocen perfectamente su oficio y se dedican a él con una entrega total. Me agrada su estilo porque no se limitan a la enseñanza de la lectura, la escritura o la aritmética, también educan a los muchachos en las virtudes cívicas y morales.

Con tan escuetos comentarios no podía darse una mejor descripción de los objetivos que se propuso Marcelino Champagnat ni hacer un mayor elogio del trabajo realizado por sus discípulos. La callada labor iniciada por este joven sacerdote de La Valla empezaba a rendir sus frutos, a pesar de las dudas de varios párrocos y las críticas, no siempre constructivas, de algún eclesiástico. Es cierto, todavía quedaba un camino muy largo y difícil de recorrer, pero ya se habían colocado los firmes cimientos sobre los que habría de levantarse el gran edificio de la educación marista.

Voces contradictorias
Paso a paso, nuevas escuelas fueron surgiendo en diferentes pueblos y aldeas, comunidades de esperanza donde se compartía la fe y predominaba el espíritu fraterno. Mas las dificultades no escasearon pues, como suele ocurrir, los notorios avances logrados despertarían envidias y ambiciones, hipócritamente disimuladas tras ofrecimientos que pretendían pasar por juicios “objetivos”. Así, el párroco Alirot, viejo amigo de la familia Champagnat y quien bautizara a Marcelino, dijo de éste: “Es un hombre falto de experiencia, sin capacidad ni dotes intelectuales”.

Peor aún fue la actitud del vicario Bochard, empeñado en que se fusionara el Instituto con la organización encabezada por el señor Grizard, a pesar de que dicho sujeto se había ganado al expulsión de las filas lasallistas y luego, también, de la propia comunidad marista. Al rechazar tan descabellada sugerencia, Marcelino fue acusado de “testarudez”, “orgullo” y “vanidad”. No menos duras e injustificadas serían las recriminaciones que le hizo el arcipreste Dervieux al fundador: “¿Cómo se atreve a proseguir semejante empresa? ¿No se da cuenta de que está totalmente cegado por la soberbia?”.

En apoyo del trabajo que realizaba Champagnat se dejaron oír otras voces, especialmente la del reverendo Gardatte y la de monseñor Gastón de Pins, arzobispo titular de Amasia y, más tarde, administrador apostólico de la diócesis de Lyon, cuyas palabras de aliento resultarían proféticas: “¡Ojalá Dios multiplique su modesta familia y llegue a cubrir no sólo mi diócesis sino toda Francia!”.

Pero el mejor testimonio de reconocimiento de Marcelino Champagnat y de su obra, no fue la elogiosa argumentación que formulase tal o cual personaje, no estaba ni ha estado nunca en las palabras sino esa modesta familia por él fundada, en cada uno de sus miembros. Efectivamente, son ellos quienes han mostrado ante los ojos del mundo el verdadero rostro del santo, quienes hicieron visible ayer su fiel retrato y quienes hoy deben hacerlo reconocible.

De camino a la montaña
Un pasaje bien conocido en la vida de Champagnat, que refieren casi todos sus biógrafos, es aquél donde el fundador y uno de sus primeros discípulos, Lorenzo Audrás, sostienen reveladora conversación mientras se dirigen al Bessar para visitar a un enfermo. Como ese trayecto por las faldas de la montaña era el itinerario semanal del hermano Lorenzo, quien todos los domingos debía ascender hasta dicha aldea, muy de madrugada, para no descender a La Valla sino hasta el jueves, Champagnat quiso manifestarle que apreciaba mucho su esfuerzo pues debía implicar un gran sacrificio tan largo y penoso recorrido.

Lejos de quejarse o, cuando menos, de formular algún señalamiento razonable sobre las dificultades del camino, Lorenzo, sin darle mucha importancia al asunto, hizo tres admirables comentarios: “Estoy absolutamente convencido de que alguien cuenta todos mis pasos”. “Nunca me he sentido desdichado”. “No cambiaría mi oficio de instructor y catequista por todos los bienes del mundo”.

Emocionado en lo más hondo de su alma, luego de haber escuchado las apreciaciones de aquel joven, Marcelino tomó la resolución de incorporarse plena y definitivamente a la pequeña comunidad de los hermanos, es decir, dejar la casa parroquial de La Valla para dedicarse, de tiempo completo y por el resto de su vida, al Instituto que había fundado. Aunque no lo digan sus biografías, fue el ejemplo de un discípulo la motivación final que impulsó al maestro. Allí, muy cerca de la cima del Pilat, acabó de nacer la Congregación de los Hermanos Maristas.

Vientos adversos
Hacia comienzos del verano de 1825, cuando eran cuarenta y ocho los miembros del Instituto, quedó terminada en su mayor parte la construcción de Nuestra Señora del Hermitage; casa “matriz” de los hermanos que éstos edificaron, piedra por piedra, con Marcelino a la cabeza de los trabajos. Ubicado en el terreno en un valle frondoso donde abundaban los árboles frutales y provisto el inmueble con espacio para 150 residentes, no tardaron en hacerse oír los objeciones burlonas de quienes, como el reverendo Cattet, consideraban la obra un “despilfarro” y su futuro una “ruina”. Nuevamente fallaron los negros augurios, dado que sólo transcurridos ocho años, o sea, en 1833, ya eran cien hermanos, veinte las escuelas y dos mil sus alumnos.

Inaugurada oficialmente el 15 de agosto de 1825, fiesta de la Asunción de María, bendijo la casa el arcipreste de Saint Chamond, Mosén Dervieux, el mismo hombre que poco tiempo atrás acusara de soberbia a Champagnat y estuviese muy cerca de ordenar el cierre de La Valla.

¿Cuál era el secreto de Marcelino? No había tal secreto. ¿Por qué germinan las simientes? ¿Por qué maduran las cosechas? ¡Un milagro! Sí, el milagro de la vida. Ser como levadura en la masa, sal de la tierra, luz del mundo; el milagro de la santidad consiste en darle un nuevo sabor a la existencia, para que todos descubran el gusto de lo eterno en el vivir cotidiano. Con otras palabras –quizá menos poéticas pero no menos inciertas– trabajo constante, esfuerzo tenaz y el “buen combate” del que hablara otro genial empecinado, Pablo de Tarso, para quien la vida es “milicia”.

¡Y con cuántas adversidades habría de luchar Marcelino! No bien lograba abrir una puerta y ya se le cerraba otra. Intempestivamente, apenas inaugurada nuestra Señora del Hermitage, apareció Courveille, antiguo compañero en el Seminario de Lyon, dispuesto a convertirse en Superior General del Instituto porque, según él, suya era la idea de fundar la Sociedad de María y suya el derecho de presidirla. Y no escatimó oportunidades para intrigar entre los hermanos, difundir maliciosos rumores, valerse de influencias y, por supuesto, invocar los “sagrados” principios democráticos.

Más de una vez, Champagnat accedió de buen grado a efectuar una votación con el fin de que los miembros del Instituto eligieran Superior General. Los resultados siempre favorecieron al legítimo fundador. Más de una vez, Courveille aprovechó la ausencia de aquél para reunir a los hermanos y autonombrarse máxima autoridad, sin ganar con ellos un ápice de prestigio ni mucho menos de sincero aprecio. Mientras tanto, extenuado por el trabajo y las preocupaciones, Marcelino enfermó gravemente, eventualidad que el abate acarició como “regalo del cielo”, seguro ya de su inevitable fallecimiento.

Informaciones alagartes acerca de grandes deudas que pesaban sobre la precaria economía del Instituto, así como la prolongada enfermedad de su fundador, hicieron que el abate Courveille convocase de urgencia a los hermanos. Sin rodeos, sabiéndose incapaz de asumir la dirección que tanto ambicionara, declaró entonces su absoluto desinterés por el destino de la obra marista y, temeroso de una quiebra estrepitosa, se deslindó de cualquier responsabilidad, aconsejando a sus azorados oyentes que tomasen las debidas precauciones pues el Superior General ya estaba a punto de morir.

Claudio Farol, uno de los hermanos ahí reunidos, acudió presuroso hasta la habitación del padre Champagnat para comunicarle que el abate Courveille acababa de anunciar su inminente deceso y el fin del Instituto. Fortalecido por la necesidad de hacerse presente en medio de aquella absurda confusión, se levantó de su lecho con la ayuda de Farol y apareció de improviso, ante el asombro de todos, para decir con su habitual serenidad: “Ya véis que no he muerto todavía”.

La última puerta
Algún tiempo después, las aguas volvieron a su cauce: Marcelino Champagnat recobró la salud; las deudas económicas fueron solventadas en su totalidad, para lo cual contribuyó generosamente el reverendo Dervieux, ya convertido en franco admirador de los Hermanos Maristas y, como no podía ser de otra manera, el abate Courveille abandonó la casa del Hermitage junto con sus ambiciones.

Pero amainada la borrasca interior, sobrevino afuera una nueva tempestad: la Revolución de 1830, acompañada de todos los excesos comunes a esa violencia callejera que busca hacer “justicia” mediante la multiplicación de los atropellos, sin privarse de la consabida hostilidad hacia la Iglesia y sus representantes. La recomendación de Champagnat a los hermanos fue muy simple:

No se ocupen para nada de la política…Redoblen el celo en la educación y acuérdense de que María es nuestra Madre y defensora.

Por aquellos días tuvo lugar el episodio, tantas veces recordado en las diversas biografías del santo pero siempre aleccionador, cuando irrumpió un pelotón armado en la casa del Hermitage para cerciorarse de que no se ocultaban allí armas ni un cierto marqués, pues habían surgido sospechas de “complicidad contrarrevolucionaria” que implicaban al Instituto de los Hermanos Maristas. Enterado el padre Champagnat de sus propósitos, no vaciló un segundo en invitarlos a registrar el rincón del edificio, sirviéndoles de guía durante su minucioso recorrido. Casi terminado el mismo, llegaron hasta una habitación cuya puerta se encontraba cerrada con llave y ésta perdida; en tales circunstancias, el jefe del pelotón consideró haber visto ya lo suficiente como para marcharse tranquilos, sin embargo, Marcelino replicó que si no averiguaban lo que había en aquel aposento, persistiría la duda. Solicitó entonces un hacha y, para sorpresa de propios y extraños, derribó a golpes la puerta. Ni armas ni marqués, sólo un pobre jergón, una mesita de noche y una silla de paja.

La solución no fue tan fácil en otras ocasiones, particularmente cuando hubo que obtener la autorización oficial del Gobierno y la Corte para “legalizar” las actividades del Instituto. Mezcladas la burocracia y la política, “todo son dilaciones y problemas” como llegó a decir Champagnat tras medio año de trámites, entrevistas, recomendaciones y viajes a París. En 1838, cumplida una serie de requisitos que más parecía una carrera de obstáculos, el señor Salvandy, Ministro de Instrucción Pública, puso una última condición: restringir el establecimiento de las escuelas maristas a las poblaciones que no excedieran de 1800 habitantes. La respuesta del fundador era previsible:

Limitar nuestra actividad educativa con una cláusula de semejante naturaleza es lo mismo que anularla y matarla… Necesitamos fundar centros escolares en poblaciones grandes.

Champagnat comprendió que su muerte llegaría antes de conseguir la autorización oficial para el Instituto, lo cual no impidió el vigoroso e ininterrumpido desarrollo de éste. Joven aún, pues acababa de cumplir 51 años de edad, aunque deteriorada su fortaleza física por un trabajo abrumador e incesante, Marcelino Champagnat falleció el sábado 6 de junio de 1840. Ese día, se abrió para él una última puerta, no ya bajo el golpe del hacha sino por la obra de la “Patrona”, la Buena Madre, justamente llamada “Puerta del Cielo” (Ianua Coeli), ya que a través de Ella se hace posible el encuentro con Jesús.

Un solo corazón y un mismo espíritu
Al momento de s partida, el Instituto de los Hermanos Maristas contaba con 280 miembros, 48 escuelas en territorio francés y una misión de avanzada en Oceanía. Actualmente, la presencia marista abarca los cinco continentes y sus escuelas existen en más de 70 países, respondiendo así a la consigna del fundador: “Todas las diócesis del mundo entran en nuestros planes”. Cierto, las cifras suelen ser engañosas y el verdadero balance lo aporta otra clase de valoración que no es competencia de los hombres ni será jamás definitivo en esta vida.

Mucho más importante que la expansión del Instituto y, por lo tanto, un mejor criterio para evaluar su trascendencia, es la fidelidad de los hermanos con respecto a esa última exhortación de San Marcelino Champagnat antes de su muerte:

Les suplico con toda mi alma que reine entre ustedes la caridad. Ámense unos a otros. Tengan un solo corazón y un mismo espíritu. Que se pueda decir de ustedes como de los primeros cristianos: “Miren cómo se aman”. Vivan siempre en la presencia de Dios. Sean sencillos. Amen y enseñen a amar a nuestra Buena Madre, María. Sean para los jóvenes, amigos y modelos de conducta. Amen su vocación y sean fieles a ella. Jesús y María les ayudarán. Ésta es mi última voluntad.

El 18 de abril de 1999, un siglo y medio después de su fallecimiento, Marcelino Champagnat fue proclamado santo por el Papa Juan Pablo II.

Francisco Castañeda Iturbide

No hay comentarios: