lunes, 19 de mayo de 2008

LOS VALORES EN UN MUNDO SIN VALORES



Dimensión moral de la existencia humana

Con mucha frecuencia escuchamos decir que “ya no hay valores” o que “los valores están en crisis”. Por lo general, tales expresiones deben entenderse en el sentido de que la sociedad contemporánea vive al margen de ciertos principios o normas de conducta que, tiempo atrás, se consideraban fundamentales para la sana convivencia entre los seres humanos. Más grave aún resulta el hecho de que pareciera no incomodar mayormente a las personas tal “ausencia de valores”, pues predomina un criterio relativista según el cual “cada quien es dueño de su vida y puede hacer con ella lo que quiera”.

Al relativizar los valores, despojándolos de su dimensión objetiva y universal, todo está permitido, cada quien tiene “su verdad” y no debe reconocerse autoridad alguna. Por supuesto, las consecuencias de semejante mentalidad son verdaderamente catastróficas y sólo pueden conducir al más completo caos. Como es fácil comprobar, ninguna civilización ha logrado sobrevivir en tales circunstancias; cuando se rechazan o ignoran los valores que confieren su sentido trascendente a la existencia, reducida ésta a la simple búsqueda del bienestar individualista o grupal, la sociedad entra en un acelerado proceso de autodestrucción.

Queda patente, a lo largo de la historia, la imposibilidad de mantener un orden social donde ha desaparecido todo marco de referencia para la conducta de los individuos que conforman una comunidad. Pero también resulta claro y todavía más importante, que la propia persona es inseparable de su identificación con ciertos valores a los cuales debe su dignidad, empezando por el valor de la vida.

En el mundo actual, el término valor hace alusión primordialmente al precio de un producto o de una mercancía, sin embargo, en un sentido más amplio está vinculado a la idea de selección y preferencia, lo cual no siempre significa que algo tiene valor porque es preferido ni que algo es preferido porque tiene valor. Hay quienes consideran que los valores son meras invenciones humanas, mientras otros están convencidos de su realidad objetiva, más allá y por encima de nosotros.

Solamente el ser humano es capaz de reconocer los valores; es la única especie sobre la tierra que aprecia y experimenta la verdad, la bondad, la belleza. Así pues, el sentido más profundo de la noción de valor es de carácter moral y pertenece a la esfera de la condición humana, no en cuanto que produce cosas sino en cuanto que define al hombre y hace posible su realización.
El valor moral tiene, como todo otro valor, un aspecto objetivo (la acción concreta y exterior) y otro aspecto subjetivo (la buena o la mala voluntad de dicha acción), pero lo específico del valor moral viene dado por la libertad, la intencionalidad y la responsabilidad del hombre, por ello, el valor moral se justifica en sí mismo, está presente en todos los demás valores y hace posible la realización personal con un sentido orientador de la vida humana.

La conciencia moral

La conciencia moral es el juicio interior que el hombre realiza sobre una determinada acción, antes o después de llevarla a cabo. El hombre experimenta una llamada profunda que le indica cómo debe actuar y origina un sentimiento de gozo o remordimiento posterior, según haya sido su decisión.

La génesis de la conciencia moral es dinámica y en ella intervienen factores psicológicos, sociales, educativos, etc., que determinan los distintos tipos de conciencia, así como también anomalías y desviaciones patológicas en la misma.

Desde la conciencia, cuando está debidamente formada, el hombre decide libremente el cumplimiento de las normas que le permiten encarnar los valores que confieren sentido a su vida. Y si esos valores, alguna vez, entran en conflicto entre sí, será también la conciencia la que se encargue de discernir lo más conveniente. Se entiende con ello que la moralidad está sustentada en la conciencia y que el sentido de ésta no es tanto el cumplimiento de la norma sino el optar por la mejor decisión entre muchas posibles.

Esta opción fundamental que brota del corazón del hombre, como núcleo de su personalidad, condiciona todos los demás actos y, por lo tanto, no debe confundirse con la elección de objetos o con necesidades secundarias o particulares. No todos los actos son iguales, ni revisten la misma importancia en la vida del ser humano: un acto es considerado moral cuando la persona es responsable del mismo, porque lo realiza con pleno conocimiento y libremente.

Consideradas las dimensiones objetiva (norma) y subjetiva (conciencia) del comportamiento moral, cabe reconocer que exige un fino espíritu de discernimiento (capacidad de juicio) tanto para asumir responsabilidades como también para rechazar culpabilidades inexistentes.

La moral, como exigencia y meta de nuestro propio ser, constituye algo permanente y universal, inherente a la estructura del ser humano, algo que no puede entrar en crisis, sin embargo, en el mundo actual nadie parece escuchar a quienes proclaman el profundo sentido de la vida, a los que buscan establecer normas para la convivencia, a los que señalan los límites entre lo justo y lo injusto, a quienes se atreven a diferenciar lo bueno de lo malo. Tal oscurecimiento de la conciencia moral pone de manifiesto las distintas interpretaciones sobre la vida, las muy diversas explicaciones acerca de la realidad social y política, la enorme diferencia que puede darse al juzgar la sociedad en la que vivimos, e incluso, las frecuentes contradicciones en las que incurrimos al actuar en privado y en público.

Y es que la moral no es una ciencia abstracta sino la experiencia concreta de cada cultura y de cada pueblo; tiende a formular en normas históricas el contenido de autoafirmación que cada persona y cada sociedad hace de sí misma. Y como la vida individual y comunitaria de los pueblos es, en cierto grado, diversa, también resulta diversa su interpretación de la moralidad, lo cual explica la existencia de diferentes sistemas o modelos de moral y, asimismo, su constante evolución.

Elemento intrínseco del valor moral

Por todo lo anterior, el problema que plantea la fundamentación de la moralidad, o sea, establecer cuál es el valor supremo dentro del orden moral (su elemento constitutivo intrínseco), reviste capital importancia pues define a los distintos sistemas morales. Así, por citar sólo algunos, han sido considerados como el valor supremo:

—El deber
—El placer
—La felicidad
—La utilidad
—La libertad

A través de ese valor considerado como supremo se organiza todo el universo objetivo de la moralidad, pues expresa la manera de entender y resolver el problema de la jerarquización de los valores dentro de un sistema determinado.

El valor supremo de la ética cristiana reside en la persona de Cristo, revelación plena del amor de Dios que se extiende a todos los hombres y encuentra su máxima expresión en la vivencia del mandamiento del amor, en el cual se resume toda la ley (Rm 13, 10).

La novedad que Cristo aporta no radica en los contenidos (éstos pueden ser parecidos a los de cualquier otra ética), sino en la profundidad que le da a la forma de vivirlos. Guiado por el Espíritu, siguiendo los pasos de Cristo, el creyente camina hacia la casa del Padre, construyendo en este mundo el Reino de Dios, reino de paz, justicia y amor, que alcanzará su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo «sea todo en todas las cosas» (Col 1, 15ss).

La vida cristiana en la fe, la esperanza y el amor trasciende el plano del orden humano porque exige aceptar una dimensión de la realidad que no puede conocerse sin la revelación. Sólo desde la fe pueden vislumbrarse los misterios de la persona de Cristo en el Dios uno y trino. Hay, pues, misterios de fe pero las normas de acción que se derivan de esos misterios son perfectamente comprensibles.

Una mirada retrospectiva sobre el comportamiento ético de las primeras comunidades cristianas permite ver cómo los Apóstoles trataron de guiarse, ante todo, por la conducta y las palabras de Jesús. La constante referencia al ejemplo del Señor determina una escala de valores y una actitud fundamental que, a su vez, implican un comportamiento individual y colectivo.

Los valores a la luz del Evangelio

La fe en la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo constituye el fundamento y el sentido de la realización ética de la libertad. La evocación de lo que Dios hizo y sigue haciendo por Cristo en la humanidad, señala el motivo y la finalidad de la vida moral de los cristianos. Ésta exige una opción fundamental, la conversión, una vida nueva que surge con la gracia obtenida por los méritos del sacrificio de Cristo en la cruz.

En el Nuevo Testamento, punto culminante de la revelación bíblica, Dios se hace presente a todos los hombres en Jesús de Nazaret, en su forma de vida, en sus palabras, en su muerte y, principalmente, en su resurrección. De ahí que para quienes creen en Cristo lo específicamente cristiano es imitar la vida de Jesús y descubrir en ella el valor de la propia existencia.

Esta opción radical por Dios en el espíritu de Cristo, que debe vivirse con fe, esperanza y amor, constituye el núcleo de la ética cristiana. La nueva existencia «en Cristo» da a la vida humana una orientación definitiva con la cual alcanza verdaderamente su plenitud y, por ello, la vida es una acción de gracias: eucaristía.

Frente a un mundo donde los valores son menospreciados, deformados o abiertamente negados, la Buena Nueva de la salvación recupera para la humanidad el sentido trascendente de la existencia, por encima de modas, supuestas soluciones políticas y avances científicos, puesto que solamente Cristo es «camino, verdad y vida».

La virtud hoy

Resulta ingenuo y además arrogante creer que la época en la cual se vive es completamente distinta de las precedentes y que ya se han superado todos los problemas del pasado, sin embargo, cada día son más quienes se dejan engañar por esta falacia, convencidos de que la época actual no sólo es distinta de las anteriores sino también “superior” a todas ellas. Podría decirse que está “de moda” aceptar que todo cambio, por sí solo, que toda novedad, por sí misma, constituyen necesariamente un avance, una mejoría.

Más peligroso todavía que esta fe ciega en el “progreso” es el identificar la realidad histórica-sociológica de una idea con su validez y verdad, ya que adultera la esencia de la verdad y de los valores. El hecho de que una determinada mentalidad tenga la aceptación mayoritaria en cierto momento, o que en una época predominen ciertas tendencias, no dice lo más mínimo sobre la verdad o la falsedad de esa forma de pensar ni sobre el valor y la legitimidad de tales patrones de conducta.

Si hay algo que la historia demuestra, con toda claridad, es que los seres humanos se dejan contagiar muy fácilmente por los errores de su tiempo. Esta actitud de fascinación por lo “novedoso” —ya se trate de una idea o de una moda— no es algo que deba aceptarse como “inevitable” ni proporciona dignidad alguna a quien la adopta; no hace menos erróneo el error, ni menos falsa la falsedad, ni válido lo que objetivamente carece de valor.

El dejarse “llevar por la corriente” equivale a renunciar a la libertad personal del espíritu: es un dejarse arrastrar por las corrientes de la época, entregarse con docilidad y hasta con gusto a la manipulación. Actitud muy contraria es la de quien se mantiene siempre alerta, dueño de sí mismo, capaz de percibir los “signos de los tiempos” y de interpretarlos a la luz de las verdades y de los valores eternos. Tal actitud de reflexión, que conlleva un fortalecimiento de la voluntad, es lo que para los cristianos significa la siempre renovada conversión.

Mientras la corriente actual contenga en sí algo objetivamente válido, debe aceptarse porque es bueno y verdadero en sí mismo, no por el hecho de ser “actual”. Se trata, por consiguiente y ante todo, de saber distinguir estas dos actitudes radicalmente opuestas: la de quienes aceptan todas las corrientes dominantes en su época —sin la menor resistencia—, y la de quienes sólo aceptan aquello que —en conciencia— aprueban por su validez.
Existe el riesgo, muy generalizado en nuestro tiempo, de ver lo moral bajo el prisma de una luz condicionada por la costumbre: el “cambio de valores” se considera como necesario para “sobrevivir” y, con este criterio, se quiere justificar la contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace, de tal manera que el valor de una virtud depende de su conveniencia. Pero, quiérase o no, moralidad y responsabilidad van inseparablemente unidas y, con la responsabilidad, la libertad.

Una evidencia contundente sobre el predominio de este relativismo moral en el mundo de hoy, la constituye el hecho de que se consideren más importantes ciertos valores naturales que los propiamente morales e incluso que los sobrenaturales.

Los valores morales tienen primacía sobre los valores naturales; por encima de la inteligencia, la vitalidad y la fortaleza, están la bondad, la honradez y la justicia. Esto ya era reconocido por los grandes filósofos de la antigüedad, como Sócrates y Platón, quienes afirmaron que es mejor sufrir una injusticia que hacerla, así como la maldad es peor que la ignorancia, la enfermedad y la muerte.

Los valores morales son siempre personales. Sólo pueden darse en el hombre y ser realizados por éste. Un objeto material, como un auto o una casa, no puede ser moralmente bueno o malo; así como tampoco puede serlo un perro o un árbol. Únicamente el hombre, como ser libre y responsable en su actividad y en su conducta, en su voluntad y en sus intenciones, en su pensamiento y en sus sentimientos, puede ser moralmente bueno o malo. Por eso, más importante aún que toda producción de bienes, así sean culturales o científicos, es el mismo ser del hombre, la persona iluminada por los valores morales.

Cuando alguien permanece ciego ante los valores morales de una persona; cuando alguien no distingue el valor —cimentado en la verdad— del no-valor —anclado en el error—; cuando alguien no comprende el valor de una vida humana o el no-valor de una injusticia, es incapaz de ser moralmente bueno. En la medida en que todo el interés de un ser humano se reduce a considerar si algo le satisface o no, si le resulta placentero o no, si le parece divertido o no, en vez de preguntarse si tiene sentido en sí mismo, si es bello y bueno, si es valioso, en esa medida no hay posibilidad alguna de ser moralmente bueno.

Dietrich von Hildebrand. Santidad y virtud en el mundo. RIALP, col. Patmos 144, Madrid, 1972.

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