lunes, 19 de mayo de 2008

LA IGESIA CATÓLICA



El catolicismo es una forma del cristianismo que se presenta a sí misma como una institución visible, la cual prosigue en la historia la obra de Jesucristo. Se distingue de otras iglesias y confesiones cristianas por la unidad que ha conseguido establecer alrededor de los obispos, sucesores de los Apóstoles, y de uno de ellos en particular, a quien se le llama Papa, sucesor del apóstol Pedro. Esta forma del cristianismo se dice católica —es decir, “capaz de extenderse por toda la Tierra”— porque proclama la salvación eterna en Jesucristo mediante la participación en los sacramentos de la Iglesia.

La permanencia y continuidad de la Iglesia Católica durante más de dos mil años, ha sido resultado de su capacidad para adaptarse sin dejar de ser la misma, para conservar su vigor sin quedar estática, para asimilar la multiplicidad de culturas sin diluirse en ellas, para renovarse de acuerdo con cada época pero preservando su esencia; para conciliar, en suma, el dinamismo de la humanidad y la fidelidad al pasado. Por todas estas características, se trata de una institución única, excepcional, que no tiene equivalente alguno desde hace veintiún siglos.

Por otro lado, no se puede ignorar que como consecuencia de esta prolongada y, en ocasiones, trágica historia, en la cual no han faltado tropiezos y caídas, la Iglesia Católica ha suscitado tanta devoción y tanto respeto como críticas feroces y un desprecio muchas veces transformado en odio mortal. En virtud de su pretensión de durar tanto como la historia planetaria y en exclusiva representación de la verdad plena, el catolicismo es objeto de ataques incesantes e incluso de persecuciones sangrientas.

En la actualidad, suele tenerse la impresión de que la Iglesia ha sido rebasada en su doctrina, de hallarse estancada en una teología demasiado dogmática, de haberse dejado arrastrar por un afán de dominación ligado a una moral anticuada y excesivamente jurídica que por conservar la letra se olvida del espíritu. Nadie niega su permanencia, pero luego del cisma oriental y de la reforma protestante, la universalidad de la Iglesia se restringió; ni la India, ni China, ni Japón han sido convertidos al catolicismo. Por añadidura, los protestantes acusan al catolicismo de haber sido infiel al Evangelio y a la Iglesia de los primeros tiempos.

En medio de estos marcados contrastes, cabe reconocer que la esencia de la Iglesia es la de ser una estructura inscrita en la historia y, desde la perspectiva de la fe, constituye un misterio, una compleja realidad espiritual más allá de todas las explicaciones.

Resulta evidente que el catolicismo es una doctrina, rinde un culto y tiene una organización. En consecuencia, es a la vez una escuela, un templo y una comunidad. Toda autoridad en ella es a la vez doctoral, sacerdotal y pastoral. Podría decirse entonces que es una verdad, una vida y un camino. Quien no tenga en cuenta esta triple dimensión, jamás comprenderá íntegramente la realidad de la Iglesia Católica.

La enunciación de la fe
Los primeros cristianos sintieron la necesidad de resumir en fórmulas sus creencias, tal como se muestra ya desde las Epístolas de San Pablo. La primera de tales formulaciones, denominada Credo de los Apóstoles, gira en torno del misterio fundamental de la Trinidad, es decir, la existencia de un solo y único Dios en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sin embargo, no tardaron en aparecer desviaciones que hicieron indispensable reunirse en asambleas denominadas concilios, cuyo propósito fundamental fue definir el dogma y depurar su contenido de interpretaciones que pudieran alterarlo.

La formulación dogmática más reciente corresponde a la declaración de la Asunción de la Virgen María, efectuada por el Papa Pío XII en 1950. Téngase presente que la formulación de un dogma es el reconocimiento formal y definitivo de una verdad aceptada desde siempre por la comunidad. Es por ello que la Iglesia se presenta como guardián de la fe.

«Uno solo es vuestro Maestro: Cristo.» Esta frase del Evangelio conserva en la Iglesia todo su valor, pues a nadie le está permitido enseñar si no lo hace en nombre de Cristo, ni puede enseñar otra cosa que la verdad revelada, cuya raíz y fundamentación es el mismo Cristo. De ahí que la misión primordial de la Iglesia es conservar y exponer este depósito de la fe y, por consiguiente, nada de cuanto la Iglesia presenta como dogma es nuevo; nada se puede añadir a la revelación porque la verdad del Señor permanece para siempre. No obstante, se da un avance continuo en el conocimiento de la revelación, su sentido se va esclareciendo paulatinamente a través de la historia y se va profundizando, cada vez más, en el conocimiento de la relación de unas verdades con otras.

Por lo anterior, se entiende que el Magisterio (enseñanza) de la Iglesia consiste en recoger y establecer el contenido de las verdades reveladas mediante una definición precisa. Así también se explica el desarrollo doctrinal dentro de la Iglesia, desde la aplicación del mandato de evangelizar y bautizar a todas las naciones hasta la proclamación formal de la Trinidad; desde la fe en la Encarnación hasta la distinción de las dos naturalezas en la persona de Cristo (humana y divina); desde el «tomad y comed» hasta la doctrina de la transubstanciación (pan: cuerpo; vino: sangre).

Las fuentes de la verdad revelada son la Sagrada Escritura y la Tradición. Ambas constituyen el genuino patrimonio de la Iglesia. Como palabra inspirada por el Espíritu Santo, la Escritura es el depósito del cual extrae sus enseñanzas el Magisterio. Cristo, que explicó a los discípulos de Emaús la Escritura mientras iban de camino, continúa explicándola hoy a todos cuantos creen en su Iglesia. Ciertamente, la Sagrada Escritura también es algo maravilloso para quienes están al margen de la Iglesia, pero estos lectores se parecen a aquel tesorero de la reina de Etiopía que preguntó al apóstol Felipe: «¿Cómo voy a entender lo que leo si nadie me lo explica?» (Hch. 8, 31). Siempre que se lee la Biblia es necesaria la asistencia del Espíritu Santo, pero dicha asistencia no se comunica al lector de manera directa e inmediata sino por conducto de la Tradición, acumulada al paso de los siglos como resultado del estudio, la reflexión y la experiencia de la fe.

La Tradición de la Iglesia incluye tanto una enseñanza oral, transmitida de generación en generación, así como una enseñanza escrita recopilada a lo largo de la historia, por ejemplo, el muy antiguo Credo de los Apóstoles en doce artículos; el Credo de Nicea, más extenso que el apostólico; el Símbolo atanasiano que contiene la enseñanza acerca de la doctrina trinitaria; los numerosos escritos patrísticos, griegos y latinos (de los llamados Padres de la Iglesia); los estudios teológicos de los Doctores; las actas de los concilios; los tratados litúrgicos. No todos estos documentos tienen la misma importancia pero todos contribuyen a hacer más comprensible el mensaje bíblico. Los obispos, fieles a la Tradición conformada durante dos milenios, interpretan y enseñan el conjunto de la Sagrada Escritura pues, como afirma el Concilio Vaticano II, “la Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin.”

A partir de todos estos testimonios y de las circunstancias propias de cada época, la Iglesia Católica ha consolidado su doctrina. Así, en un primer periodo, durante el cual atravesó por su etapa griega, fijó y precisó el contenido de la revelación referente al misterio de Dios, y posteriormente al de Cristo. Con San Agustín (en la que sería ya la etapa latina occidental), definió la relación de Cristo con el hombre y el don de la gracia. En la Edad Media impulsó el desarrollo del culto a la Virgen. En el siglo XVI, con motivo del cisma provocado por la reforma protestante, determinó la identidad de la propia Iglesia y profundizó en la noción de sacramento. En los tiempos modernos y hasta la crisis del presente se ha ocupado de revitalizar la fe y definir su presencia en el mundo. Sin embargo, esta dinámica no concluirá jamás mientras la humanidad prosiga su camino hacia Dios.




¿Infalibilidad?

Un desconocimiento generalizado con respecto al carácter de infalibilidad que la Iglesia Católica sostiene, ha sido causa de tergiversaciones y exageraciones como la de suponer que el Pontífice es infalible en todo cuanto dice y lleva a cabo. La Iglesia siempre ha creído que está preservada por Dios de toda posibilidad de error en sus enseñanzas definitivas en materia de fe: «la doctrina que Dios ha revelado no ha sido propuesta como un descubrimiento filosófico que el talento humano ha de perfeccionar, sino que ha sido confiada como un depósito divino a la Iglesia para que lo guarde fielmente e infaliblemente lo interprete». Dicha infalibilidad reside en el Papa, personalmente; en un Concilio Ecuménico, sujeto a la confirmación papal y en los obispos de la Iglesia, cuando enseñan en unión con el Papa.

La infalibilidad no implica inspiración o una “nueva” revelación; la Iglesia no puede enseñar una doctrina “novedosa”, sino sólo «guardar y exponer fielmente» el depósito original de la fe con todas sus verdades, explícitas e implícitas. Nótese que esta infalibilidad se refiere únicamente a las enseñanzas concernientes a la fe y sólo cuando el Papa habla ex cathedra, es decir, cuando en su calidad de pastor y maestro —en virtud de su autoridad apostólica, como sucesor de San Pedro— define una doctrina de fe que ha de ser mantenida por toda la Iglesia.

Por supuesto que esta infalibilidad no dispensa en modo alguno de la necesidad de estudiar y aprender; la sabiduría del Pontífice Romano no ha sido infundida en él por Dios, la adquiere como cualquier otro ser humano, pero es asistido por el Espíritu Santo de manera que no ejerza su autoridad suprema para inducir a la Iglesia a errores.

Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será atado en los cielos (Mt. 16, 18-19).

La formulación dogmática de la infalibilidad papal se hizo precisamente con el fin de aclarar en qué consiste y reafirmar su fundamentación evangélica. Fue el Papa Pío IX, cuyo pontificado abarcó de 1846 a 1878, quien definió el dogma el 18 de julio de 1870 como resultado de las sesiones efectuadas durante el Concilio Vaticano I, al que había convocado un año antes el mismo Pontífice.




El mensaje

Jesucristo dijo a sus Apóstoles antes de su Ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, y enseñad a toda la gente, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt. 28, 18-20). Asimismo, Jesucristo recomendó a sus discípulos «que se predicase en su nombre a todas las naciones la penitencia para la remisión de los pecados» (Lc. 24, 47). Esta divulgación del mensaje de Cristo entre los pueblos paganos se ha venido realizando desde la Ascensión de Jesús a los cielos, y se realizará hasta que venga por segunda vez a juzgar a vivos y muertos. Entre estas dos fechas, la Ascensión y la Parusía, se desarrolla la historia de la salvación en cuyo transcurso la Iglesia es la propagadora del mensaje del Reino de Dios.

Cristo no sólo les dijo a los Apóstoles «Id a predicar por todo el mundo» sino también: «Yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto» (Lc. 24, 49). Siguiendo estas indicaciones, permanecieron en Jerusalén hasta que descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Conforme a esto, los Apóstoles iniciaron su labor evangélica en Jerusalén. Varios miles de personas fueron bautizadas y entraron a formar parte —con los Apóstoles y discípulos— de la primera comunidad cristiana.

Pero los dirigentes del pueblo judío rechazaron el mensaje de Cristo, el Resucitado. Por eso, del pueblo que fue llamado primero a participar de los frutos de la Redención de Cristo, sólo una parte se incorporó a la naciente Iglesia; de ahí que Pablo y Bernabé, los primeros apóstoles en anunciar a los paganos la Buena Nueva de la Salvación, dijeron a los judíos de Antioquía estas palabras: «A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los gentiles» (Hch. 13, 46).
Por su parte, Pedro, cabeza de los Apóstoles, impulsado por la conversión de Cornelio, un capitán romano, hubo de aceptar que Dios también llamaba a los paganos a la Salvación: «Ahora reconozco que no hay en Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia le es acepto» (Hch. 10, 34-35). El libro de los Hechos de los Apóstoles, que narra el crecimiento de la Iglesia durante las primeras décadas de su existencia, refiere la drástica transformación de Saulo —antes, acérrimo enemigo de los cristianos— en el más decidido y valeroso de los apóstoles, luego de haber sido derribado de su caballo cuando iba de camino a Damasco: «Al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y la voz respondió: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch. 9, 4-5).

Convencidos de la universalidad del mensaje de Cristo, tanto Pedro como Pablo marcharon a la ciudad de Roma, por entonces la capital del mundo y centro del paganismo. En esta “Babilonia”, Pedro presidió la comunidad de los cristianos y, al igual que Pablo (Saulo), murió dando testimonio de su fe con el martirio. Así, después de haber anunciado el mensaje de Cristo en Jerusalén, Judea y Samaria, la Iglesia encontró su centro de irradiación para todo el mundo: Roma.

A lo largo de tres siglos la Iglesia fue penetrando en el ámbito del poderoso Imperio Romano, creció en medio de terribles persecuciones y su fe llegó a ser, al fin, la única religión reconocida por el Estado. Durante aquella época, la Iglesia se fortaleció interior y exteriormente pero no sin afrontar grandes dificultades y el caótico proceso que trajo consigo la decadencia del Imperio, recién iniciada cuando los Apóstoles empezaron a predicar el Evangelio.

Transcurridos dos milenios desde el primer anuncio de la Buena Nueva, lo que sucedió milagrosamente el día de Pentecostés, cuando cada persona pudo escuchar a los Apóstoles en su propio idioma, se viene haciendo realidad en todo el mundo mediante el trabajo misionero y evangelizador de la Iglesia.

El culto

La Iglesia ha celebrado siempre sobre sus altares el sacrificio redentor de Jesucristo y, con ello, ha transmitido al mundo la salvación que de ese sacrificio dimana. Cristo mismo dispuso que su sacrificio en la cruz se perpetuara a través de todas las generaciones, como recuerdo suyo y como rito de adoración en espíritu y en verdad. Tanto en las tres primeras versiones del Evangelio (Sinópticos) como en la primera epístola a los corintios, se relata la institución de este rito durante la cena pascual celebrada por Jesús con sus discípulos.

Cristo vio aquella noche memorable la multitud de los que habrían de creer en Él y los frutos de su sacrificio. Vio también cómo su humanidad crucificada y glorificada sería el único camino para ir a Dios, y cómo no habría otro medio de participar en la vida divina que por la incorporación a su muerte y su resurrección. Para adecuar a nuestra humana naturaleza su sacrificio, Jesús eligió las sencillas especies de pan y vino que, en virtud de las palabras pronunciadas por Él y repetidas por cada sacerdote en la consagración, constituyen verdaderamente su cuerpo y su sangre. Y así como los Apóstoles comieron y bebieron por vez primera del cuerpo y la sangre de Cristo, todos los cristianos participan igualmente de estos alimentos de salvación.

A este misterio se le han dado muy diversos nombres, siendo uno de los más antiguos el de fracción del pan, que hace alusión a la señal con que Jesús se dio a conocer a los discípulos de Emaús. La denominación más aceptada —universalmente— es la de Eucaristía, o sea, acción de gracias, pues expresa muy bien el sentido del rito. Pero desde el siglo IV, la palabra que se emplea con mayor frecuencia es el de Missa, que significa despedida, recordando el tránsito de la muerte a la resurrección anunciado por Jesús en la Última Cena. Este término latino pudo haberse derivado de la despedida de los catecúmenos —antes del ofertorio— y de todos los fieles al final de la liturgia eucarística (ite missa est).

Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia celebra el memorial del Señor el primer día de la semana (domingo), pues en él tuvo lugar la nueva creación, es decir, la Resurrección de Cristo, si bien es cierto que la fiesta reúne un triple misterio de luz: la revelación del Padre por la creación de la luz, la victoria del Hijo sobre el poder de las tinieblas y la iluminación interior por obra del Espíritu Santo en Pentecostés.

Transcurridos los primeros siglos del cristianismo, el culto litúrgico se fue desarrollando paralelamente al ciclo del año solar, de manera que la sucesión de las estaciones tiene su equivalente sagrado, por así decirlo, en la Historia de la Salvación cuyo punto culminante es la fiesta de la Pascua de Resurrección, cuando se conmemora el triunfo de Cristo y la transformación de todas las cosas en Él.

Dentro del marco de los ritos instituidos por la Iglesia Católica para vivir y expresar su fe, revisten especial importancia los sacramentos mediante los cuales esa fe es constantemente reactualizada. Los sacramentos son ritos que incorporan expresiones simbólicas de la vida cotidiana; hacen visibles las acciones de Dios en un mundo que necesita ser salvado, liberado; purifican, confortan, comprometen, facilitan el encuentro con Dios; descubren la significación y el valor de las experiencias que conforman la existencia: nacimiento, alimento, crecimiento, perdón, servicio, amor y muerte. Aunque involucran a cada persona en su más profunda intimidad, los sacramentos tienen también una dimensión comunitaria pues confirman y dan testimonio del compromiso de cada cristiano con sus semejantes.

Sacramento Universal

La palabra sacramento sirvió para traducir el término griego mysterion que designa en el Nuevo Testamento lo oculto e inaccesible de Dios hecho visible en Cristo. El misterio de Dios es Jesús: palabra de Dios en la historia, revelador del Padre, donación de Dios a los hombres. Visible en su humanidad y Redentor por su divinidad, Cristo es el sacramento primordial de la salvación. A su vez, la Iglesia es el sacramento universal pues en ella Cristo glorificado permanece presente en el tiempo y en el espacio a través del Espíritu Santo. La Iglesia prosigue la obra del Señor esparciéndola por todo el mundo, anunciando el Evangelio y llamando a todos los hombres a la conversión en la fe. Tal es la razón de ser y la misión de la Iglesia.


CRISTO
LA IGLESIA
SACRAMENTOS
El signo exterior
Su humanidad
Su historicidad
Su expresión ritual
La realidad interior
Su divinidad
La presencia de Cristo
Su carácter sagrado
El fruto
La redención
La santificación
La gracia sacramental

Los sacramentos son signos e instrumentos de la acción de Cristo, pero ya no es el Jesús histórico quien actúa sino el Cristo glorificado y presente en la Iglesia por medio del Espíritu Santo. Ahora bien, la sacramentalidad de la Iglesia comprende una doble dimensión: vertical, por ser una institución jerárquica y horizontal, por ser una comunidad de fieles.

Liberada de las preocupaciones políticas que implicaba el gobierno de los Estados Pontificios, la Iglesia Católica ha centrado su actividad, sobre todo, en el campo pastoral, experimentando una profunda renovación que busca revitalizar su riqueza espiritual.

Como una síntesis del pensamiento y la acción de la Iglesia en el transcurso de veinte siglos, el Concilio Ecuménico Vaticano II trazó sus grandes directrices:

—La Iglesia se considera plenamente solidaria con la humanidad y con su historia buscando dar, desde la fe, una respuesta a los desafíos que el hombre afronta, tanto en lo individual como en lo social.
—La Iglesia es consciente de que su misión salvadora es universal, y de que no puede llegar a los hombres desde el poder sino desde el servicio.
—El mensaje redentor de Cristo sólo puede anunciarse en un ámbito de libertad, respetando las distintas creencias religiosas y propiciando el diálogo con los hermanos separados, defendiendo a su vez el derecho de proclamar la fe católica sin impedimento alguno.
—La liturgia católica, como expresión vital de la fe, exige redescubrir el sentido comunitario que conduce a la participación activa y, consecuentemente, sintonizar en su lenguaje con las realidades de la vida humana.
—Para la Iglesia es fundamental que cuantos están llamados a una vocación sacerdotal o religiosa, asuman un mayor compromiso de fidelidad al Evangelio.
—Pero también los laicos o seglares, todos los bautizados, tienen la obligación y no sólo la posibilidad de hacer apostolado, de tal modo que su vida (individual, familiar, profesional) sea un testimonio de fe ante el mundo.
La Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo místico de Cristo, se presenta como una comunidad fraterna y espiritual, servidora de los hombres en el mundo y testigo de la presencia de Dios.

1 comentario:

ED. RELIGIOSA dijo...

Muy buena la exposición. gracias por su trabajo.