lunes, 19 de mayo de 2008

EL MILAGRO DE LA ORACIÓN



La doctrina de la Iglesia Católica ha sostenido siempre que la oración no tiene su origen en el alma, sino en el Espíritu Santo que habita en ella, de tal modo que la oración, incluso en su forma más breve y sencilla, es la participación del ser humano en la vida interior de la Santísima Trinidad. La oración es un milagro constante, accesible a todos, algo que Dios realiza en y a través del orante. Así pues, dado que es el mismo Dios eterno quien está presente en el alma humana, la oración constituye, por así decirlo, un “puente” entre lo finito y lo infinito, convicción compartida por todas las grandes tradiciones religiosas, cuyos santos y devotos integran un coro universal de oración.

El objetivo primordial de la invocación del Nombre Divino es el “recuerdo de Dios” y éste, en definitiva, es la conciencia de los Absoluto. Al invocar el Nombre Divino, se produce en el alma la experiencia de lo Sagrado que la ilumina, la fortalece y la transforma. La oración la inspira el Espíritu Santo en la profundidad de nuestro ser, de ahí que lo más importante al hacer oración consiste en disponer el corazón como una página en blanco, donde la Divina Sabiduría pueda escribir libremente sus mensajes.

Liberado de cualquier actitud egocéntrica, el orante podrá ofrecerse como un espacio abierto, un puro receptáculo para la operación del Espíritu, por consiguiente, la oración perfecta es un acto de adoración a Dios y de comunión con Él. Estrictamente hablando, no habría que pedir a Dios sino su contemplación, la Luz del Amor pues, como escribió el poeta Gibrán Jalil Gibrán, “no podemos pedirte algo porque Tú conoces nuestras necesidades antes de que florezcan en nosotros. Tú eres nuestra necesidad y, al darnos más de Ti mismo, te nos das todo.

Oración, comunicación, comunión
¿Cuál es el número telefónico de Dios? ¿Alguien lo sabe? Para comunicarse con Él no es necesario hacer una llamada de “larga distancia” sino, más bien, hacer una oración desde lo más profundo del alma. A diferencia de los humanos, el Todopoderoso siempre está disponible para recibir nuestras llamadas, jamás “suena ocupado” ni hay riesgo alguno de que no conteste. Siempre nos atiende, las veinticuatro horas de todos los días de nuestra vida.

Quienes lamentan hoy el “silencio de Dios” deberían preguntarse si no han marcado un “número equivocado”, lo cual suele ocurrir con muchísima frecuencia, sobre todo cuando el que llama tiene prisa…Por otro lado, las protestas airadas, los reclamos, las peticiones absurdas, las declaraciones quejumbrosas y autocompasivas no dejan escuchar su voz. En medio de tanto ruido como hay a nuestro alrededor, el verdadero problema no es el “silencio de Dios” sino el incesante parloteo de la humanidad o, peor aún, la sordera de hombres y mujeres, de cada uno de nosotros.

Se nos dice que vivimos actualmente la “era de la comunicación, en efecto, nunca antes hubo tal variedad de instrumentos para comunicarnos, sin embargo, cada día es mayor la incomunicación entre los seres humanos; nuestros época, con su maravillosos despliegue de recursos tecnológicos, parece ser una de las más confusas y caóticas de la historia. Esta aparente paradoja obedece a una circunstancia de la que todos, más o menos, estamos conscientes, aunque nadie quiere asumir su parte de responsabilidad en ella: el progreso material desprovisto de un simultáneo perfeccionamiento espiritual se convierte, de manera inevitable, en una ciega y vertiginosa carrera hacia el abismo de la autodestrucción.

Ciertamente, estamos tan saturados de información (por lo general inútil y muchas veces perjudicial) como faltos de verdadera comunicación. Millones de personas en cotidiano ejercicio espiritual que le permite al hombre ubicarse en su propio centro para acceder a un plano superior de la conciencia y, así, entablar comunicación directa con la Suprema Identidad (Dios, Yahvé, Alá, etc).

Tal parece que la mentalidad moderna concibe el acto de orar como algo tedioso e inútil (¿para qué sirve?); como una especie de balbuceo dirigido al vacío o, en el mejor de los casos, como un monólogo que hace las veces de reflexión “dramatizada” sobre los problemas y angustias personales. Según este criterio, orar constituye un hábito “supersticioso” propio de comunidades e individuos ignorantes, cuyas carencias de toda índole les lleva a buscar en la oración un “apoyo psicólogo” frente las dificultades de la vida.

Es verdad que hay quienes rezan sólo con los labios y quienes las plegarias a la manera de un “conjuro” para atraer la “buena suerte”; no faltan los que recurren a la oración con el único fin de conciliar el sueño, algo así como contar borregos; tampoco resulta extraño encontrarse con personas cuyas oraciones son meros formulismos y, por supuesto, abundan quienes solamente hacen oración en un caso de apuro, enfermedad, peligro, etc. Mas todas esas actitudes no restan un ápice al valor de la plegaria porque ésta, conviene recordarlo, no es un acto humano santificado sino un acto divino humanizado, un acto sobrenatural realizado por el Espíritu Santo. No es el hombre sino el Espíritu Santo el auténtico operador; el ser humano sólo es “colaborador”.

La oración constituye en sí misma un milagro, ya que nos permite trascender el tiempo y el espacio para incorporarnos a al comunión de los fieles –vivos y difuntos– ante la presencia de Dios. Mientras oramos no existen barreras ni limitaciones, accedemos a la dimensión de los sagrado donde todo recibe la luz inextinguible del Amor; luz que penetra nuestras almas y las hace partícipes de la Sabiduría por inspiración del Espíritu Santo que se nos revela como fuente de gracia en la palabra, Verbo de salvación y de vida: Cristo glorificado en medio de los ángeles y los santos, cuya voz nos habla desde lo más íntimo de nuestro ser y nos llama a ser uno con Él, cuerpo místico, Iglesia triunfante.

La oración es un milagro que siempre está a nuestro alcance y con ella se nos abren las puertas de la trascendencia: la comunicación directa con Dios. Ya no es un pobre individuo quien reza sino la Iglesia toda, cuyos miembros están en comunión (en unión común) con el cuerpo glorioso de Cristo, resucitado en cada uno y en todos.

Formas y fórmulas de oración
Como ya se dijo, la oración perfecta es aquella que hace posible contemplar la luz divina en un acto de adoración. El orante no pide otra cosa que la unión de su alma con Dios. Es la oración de los santos, la plegaria de cuantos han alcanzado un estado de conciencia superior: el éxtasis* (del griego ek: fuera y stasis: estado), mediante el cual un individuo “sale de sí mismo”, trasciende su individualidad, “muere sin morir”.

Resulta interesante conocer el testimonio de personas que, por sumador perfeccionamiento espiritual, han experimentado en la oración ese “arrebato” o “salida” de su propio ser. Claro está que dicha experiencia es inefable, no hay palabras para describirla, sin embargo, los místicos recurren al lenguaje poético como la única forma de expresión que permite, cuando menos, sugerirla. Tal es el caso de San Juan de la Cruz (1542-1591), considerado el místico por excelencia del catolicismo y uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

He aquí algunos versos donde el santo alude a esa experiencia:
Yo no supe dónde entraba,
Pero cuando allí me vi,
Sin saber dónde me estaba,
Grandes cosas entendí;
No diré lo que sentí,
Que me quedé no sabiendo,
Toda ciencia trascendiendo.

Para cuantos estamos muy lejos de la santidad, el éxtasis místico puede parecernos una “locura” e inclusive desalentar nuestro interés por la oración. Si no podemos elevarnos hasta el arrobamiento extático, la oración nos llevará al énstasis (del griego en: dentro y stasis: estado), es decir, la interiorización en las profundidades de nuestro ser. Hay quienes pretenden alcanzar el éxtasis sin pasar antes por la experiencia del énstasis, algo tan insensato como si alguien quisiera salir de su casa sin haber entrado en ella. La vía del misticismo está reservada para pocos, pues son contados los que perseveran en el largo y difícil camino del ascetismo (del griego ascesis: ejercicio, adiestramiento), no así la oración que sólo requiere de cierta disponibilidad y, claro está, de un acto de fe.

Las fórmulas para orar son incontables pero en cuanto a su intención primordial pueden resumirse en las siguientes: de adoración, de alabanza, de agradecimiento (el que ora no hace petición alguna, se complace en la exaltación de Dios); de contrición, de penitencia, de enmienda (el orante realiza un examen de conciencia, reconoce sus debilidades y se propone, con sinceridad, un cambio de vida); de súplica, de protección, de inspiración (el orante solicita ayuda para un problema específico, busca refugio en la misericordia divina, manifiesta su necesidad de luz); de intercesión, devocional, de ofrenda (el que ora se dirige a Dios por intermedio de la Virgen, de los santos, de los ángeles, rinde culto particular, hace algún tipo de promesa). Evidentemente, muchas veces se combinan y complementan varias de las fórmulas mencionadas.

De manera aún más simplificada, la oración tiene cuatro grandes vías o caminos: de adoración, de agradecimiento, de arrepentimiento, de súplica. Por lo general, nuestras oraciones siguen la última vía, son plegarias, ruegos, peticiones. Desgraciadamente, pocas veces hacemos otra clase de oración.

Por cuanto concierne a la forma de orar, sabemos que puede hacerse individual o colectivamente; en voz alta, con cantos, en ceremonias litúrgicas; silenciosamente, a través de la lectura, con la meditación, el estudio, el trabajo. Recuérdese que Ora et labora (Ora y trabaja) constituye la norma fundamenta de la vida monástica.

También se puede orar con las manos y con todo el cuerpo, procedimiento casi totalmente olvidado por los occidentales quienes, ignorando su propia tradición, suelen buscar tales técnicas en otras religiones, más atraídos por lo “exótico” de las mismas que por una verdadera inquietud espiritual. Cuando las palmas de las manos se juntan una con la otra, lo izquierdo del orante forma cadena con lo derecho, así, el cuerpo queda bien atado y, desde las puntas de los dedos vueltos hacia arriba, se eleva libremente una llama.

Santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden de Predicadores, llamados popularmente “dominicos”, estableció varias “posiciones” para la oración “corporal”: de inclinación, de postración, de genuflexión, de la cruz (con los brazos extendidos horizontalmente), de intercesión (con los brazos levantados verticalmente), de alabanza (con las manos levantadas a la altura de los hombros), de adoración (con las manos juntas a la altura del pecho), de reverencia (con las manos entrelazadas). Por otro lado, durante la celebración de la misa, el oficiante adopta diferentes posiciones conforme al ritual sagrado que ejemplifican la oración del cuerpo.

Sentido y valor de la oración
“Tal como es la persona –escribió Thomas Merton–, así ora”. Nos hacemos como somos, por el modo con que nos dirigimos a Dios. El hombre que nunca ora es aquel que ha tratado de huir de sí mismo porque ha huído de Dios”.

“Una plegaria mal dicha recae sobre quien la dice mal y atrae así la gracia en sentido inverso –advierte Lanza del Vasto– a tal punto que la fórmula hace daño cuando se esperaba de ella el bien. ¿Y no es éste el secreto de nuestros fracasos en el ámbito de la plegaria, ya que nos ha sido prometido que si pedimos se nos dará?”.

“Sólo obtenemos lo que merecemos; obtendríamos infinitamente más si deseáramos menos –señala Henry Miller–. Todo el secreto de la salvación radica en la conversión de la palabra en hecho, conversión que ha de realizar todo nuestro ser”.

San Francisco de Sales (1567-1622), Doctor de la Iglesia, describió analógicamente las distintas actitudes que se adoptan al hacer oración: “Hay quienes al orar, se parecen al avestruz: tienen alas pero no pueden volar. Otros se parecen a las gallinas: vuelan con dificultad, bajo y raras veces. Los hay, finalmente, que parecen a las águilas, palomas y golondrinas: vuelan mucho, alto, rápidas y alegres”.

Jesús nos enseña a orar
Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en los secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes que se las pidáis. Así habéis de orar: Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga tu reino, hágase tu voluntad, como en el cielo así en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y nos pongas en tentación, mas líbranos del mal (Mt. 6, 5-13).

Francisco Castañeda Iturbide
(Misterios, símbolos y devociones. CUMDES, México, 2000, pp. 371-377)

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