lunes, 19 de mayo de 2008

EL CULTO A LA VIRGEN MARÍA



El término griego proskynesis sólo se aplica en el Nuevo Testamento a Dios y a Jesucristo glorificado, término que corresponde al cultus latino y motivo de controversia pues los protestantes lo identifican con la latreia o adoración, reservada exclusivamente para la divinidad. De ahí que rechacen todo culto mariano como si fuese una manifestación idolátrica, sin embargo, la Iglesia ha distinguido muy claramente entre el culto de adoración que se rinde a Dios y el culto de veneración a la Virgen; al diferenciar el culto de latría y el culto de dulía, dedicados a Dios y la Virgen respectivamente, se disipa cualquier posible confusión en ese sentido.

También se ha querido ver en la figura de la Virgen María una simple reminiscencia de las antiguas diosas paganas, como la Gran Madre adorada en Creta, la Afrodita de Chipre, la Isis de los egipcios o la Kali de los hindúes, por sólo mencionar algunas de las divinidades femeninas que se encuentran en todas las religiones anteriores al cristianismo. Más aún, se ha dicho con insistencia que las “vírgenes negras veneradas en numerosos santuarios de la cristiandad son efigies druídicas, cuyo color negro representa la tierra, así como el verde de las túnicas que las cubren simboliza la vegetación.

Tales asociaciones iconográficas pueden aceptarse en ciertos casos, sin olvidar que dichas imágenes de probables diosas paganas no implican un culto de adoración pues, independientemente de sus orígenes, pasaron a convertirse en representaciones de la Santísima Virgen María, quien no es una diosa ni pierde jamás su condición de mujer, de creatura humana. Como tal, por ningún motivo debe considerarse una divinidad pero, a la vez, su importancia resulta excepcional porque Ella existe realmente, mientras que las diosas de la antigüedad permanecen en el ámbito de la imaginación.

La Virgen María no es una personificación de la “madre tierra”, como tampoco se trata de una mera antropomorfización del amor, el poder o la belleza sino de una realidad humana y una verdad trascendente, es decir, la encarnación misma de la pureza en el amor, de la bondad en el poder y de la humildad en la gloria. Tales diferencias son esenciales y, por lo tanto, insoslayables.

En el segundo Concilio de Nicea (787) quedó establecida la legitimidad de la veneración por las imágenes sagradas, en contraposición al movimiento iconoclasta, distinguiendo entre la proskynesis latréutica, reservada única y exclusivamente a Dios como culto de adoración y, por otro lado, la proskynesis honorífica, referente a la Virgen y los santos quienes sólo deben ser venerados. Ahora bien, dado que María es la Madre de Dios y, en consecuencia, una creatura privilegiada sin posible equivalente, está por encima de todos los santos e inclusive de los ángeles, lo cual supone en su caso una veneración especial o hiperdulía.

Con respecto a las imágenes sagradas, trátese de pinturas, efigies, esculturas y aun de las llamadas “reliquias”, ninguna de ellas merece culto de adoración, aunque cumplen la finalidad de servir como símbolos santificados y soportes sensibles para la vinculación de los creyentes con las realidades espirituales. Aunque frecuentemente pueda incurrirse en lamentables exageraciones, dicha circunstancia no invalida los grandes y muy superiores beneficios que aporta la iconografía sagrada pues hay más profundidad en la piedad popular y más sabiduría en las devociones tradicionales de lo que podrían imaginar sus detractores.

Cabe recordar que más vale aproximarse a Dios por medio de una imagen que no acercarse a Él en absoluto y, de igual modo, es mejor acordarse de la divinidad a través de un santo, de su imagen o de su reliquia, que suplir estos símbolos con abstracciones desprovistas de una verdadera significación trascendente y, a la postre, meras divagaciones. “Esto es lo que perdieron de vista los reformadores protestantes —puntualiza Frithjof Schuon—, que rechazaron reliquias e imágenes sin poderlas reemplazar por algún valor equivalente y sin sospechar siquiera que había algo que reemplazar, puesto que, al rechazar los soportes, rechazaron al mismo tiempo la santidad”.

Más particularmente, en las imágenes de la Santísima Virgen María se manifiesta el arquetipo del eterno femenino con sus diversas cualidades de virgen, madre, esposa, intercesora, benefactora y corredentora, superados los aspectos negativos del mismo arquetipo que sí permanecen ligados a las diosas de las religiones antiguas porque, a diferencia de ellas, la figura de María tiene como singularidad radical su condición estrictamente humana y su realidad histórica.

En estrecha relación con Dios que ha elevado su dignidad hasta las máximas alturas de su creación, María no es una divinidad femenina pero tampoco un personaje secundario o prescindible, ya que participa íntimamente del misterio supremo de la Santísima Trinidad: por obra del Espíritu Santo concibe al Hijo que nos reconcilia con el Padre. Así, como el ser más cercano a Dios, María intercede ante Él por todas sus criaturas y constituye para éstas el modelo de perfección a imitar.

El cristiano que ora ante una imagen de la Virgen evoca su propia alma pues hay un vínculo tan poderoso entre María y el alma que no es posible acercarse a una sin encontrarse con la otra. María pertenece a nuestra propia naturaleza y la veneración que le profesamos participa del amor hacia todas las criaturas y de la adoración sólo debida a Dios. Fuente de gracia para todo ser, el alma encuentra en Ella la pureza original de su esencia, al amparo de las amenazas del mundo y de la cual emana la verdadera sabiduría, germen de la vida interior que con Ella fructifica.

Un solo culto, muchas advocaciones

El culto mariano, propio de la cristiandad y especialmente característico del catolicismo, tiene un valor unánime y una dimensión universal con sólidos cimientos en las Sagradas Escrituras, el Magisterio de la Iglesia y la Tradición, pero sus manifestaciones revisten una enorme pluralidad bajo las más diversas advocaciones, de tal modo que la Virgen es venerada mediante miles de nombres e imágenes en otros tantos lugares y recintos sagrados o santuarios que se le han dedicado, muchas veces a partir de la iniciativa popular surgida con motivo de una aparición o de algún otro acontecimiento milagroso.

Las distintas representaciones y denominaciones que se le dan a la Virgen María suelen derivarse de las circunstancias geográficas y los rasgos culturales que confieren su fisonomía a grupos humanos bien determinados, aunque también existen devociones marianas tan profundamente arraigadas que son ellas mismas el principal factor de cohesión e identidad para todo un pueblo e inclusive para una nación entera. Esto último podría explicarse debido a que la fundación o integración de ciertas nacionalidades se llevó a cabo, de manera simultánea, con la implantación de la fe cristiana y, como su vía primordial, la devoción a la Virgen.

Con respecto a las muy numerosas mariofanías (manifestaciones de la Virgen) que se registran en la historia de las naciones iberoamericanas, cabe recordar que tanto el descubrimiento como la colonización del Nuevo Mundo fueron empresas realizadas bajo el “patronazgo” de la Virgen María, exaltada como la gran evangelizadora, la Madre misericordiosa por cuyo intermedio habrían de ser incorporados a la fe cristiana todos los habitantes del continente recién descubierto.

No por mera casualidad el 4 de agosto de 1492 Cristóbal Colón visitó el templo de Nuestra Señora de la Rábida, antes de emprender su aventura transoceánica en la que llevaría como carabela insignia la “Santa María”; de la misma manera que tampoco puede considerarse “anecdótico” el hecho de que Hernán Cortés entronizara la imagen de la Virgen de los Remedios en el templo mayor de Tenochtitlan en 1520, tras haber derribado la escultura de Huitzilopochtli.
Claro está que el fervor mariano comenzó a difundirse desde los primeros siglos del cristianismo y, desde entonces, no ha cesado de extenderse y fortalecerse por todo el orbe bajo muy diversas advocaciones, quizá mejor conocidas unas que otras pero igualmente representativas de una devoción cuya vitalidad ha logrado sobreponerse a las corrientes desacralizadotas de los últimos siglos.

Mencionar tan sólo las advocaciones de mayor relevancia exigiría un amplio espacio, así que basten unos cuantos ejemplos como la Virgen del Carmen: la Virgen del Pilar; la Virgen de Covadonga; Nuestra Señora de la Merced; Nuestra Señor del Perpetuo Socorro; Nuestra Señora del Rosario; María Auxiliadora; Nuestra Señor de la Estrada; la Virgen de Loreto; Nuestra Señora de los Angeles; Nuestra Señora de Guadalupe; la Virgen de la Caridad del Cobre; la Virgen de Luján; Nuestra Señora de Copacabana; Nuestra Señora de Czestohova; Nuestra Señora de Lourdes; Nuestra Señora de Fátima…

No es de extrañar que mucho hayan contribuido a fomentar el culto mariano numerosos y distinguidos santos, algunos de ellos fundadores de órdenes o congregaciones religiosas consagradas a la Virgen y que profesan especial veneración por alguna de sus advocaciones. San Bernardo, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, San Antonio de Padua, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Liguori, San Juan María Vianney (el cura de Ars), San Marcelino Champagnat, San Juan Bosco y San Luis María de Montfort ejemplifican de modo admirable, entre muchos más, ese amor entrañable por quien también es llamada, con toda justicia, Reina de todos los santos.

Cartujos, carmelitas, franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, maristas, salesianos, redentoristas, claretianos y, prácticamente, la totalidad de las órdenes y congregaciones religiosas católicas, siempre han reservado un sitio de honor para la Virgen María, bajo cuya inspiración asumió una nueva vida Ignacio de Loyola durante su retiro en el monasterio de Montserrat, que le llevaría más tarde a fundar la Compañía de Jesús, así como Marcelino Champagnat consagró su Instituto de los Hermanos Maristas a la “Buena Madre” de Nuestra Señora de Fourviére, por sólo mencionar dos grandes vocaciones que nacieron a los pies de María.

Más tempranamente, entre los Padres de la Iglesia, San Ambrosio había perfilado con magistral elocuencia el fundamento de la devoción mariana: “Que en cada uno de nosotros esté el alma de María para glorificar al Señor, que en todos nosotros esté el espíritu de María para alegrarnos en Dios”. Y con los hermosos conceptos de San Juan María Vianney puede resumirse toda la mariología:

El Padre se complace viendo a María como la obra de arte de sus manos, del mismo modo que el artista ama su obra, sobre todo cuando está bien hecha; el Hijo la ve como al corazón de su Madre, como la fuente de la cual toma la sangre que nos ha redimido; el Espíritu Santo como a su templo. Las tres personas divinas contemplan a la Santa Virgen, Ella está sin mancha, adornada por todas las virtudes que la hacen tan bella y tan grata a la Santa Trinidad.

Apariciones

Indudablemente, muchas de las advocaciones marianas están vinculadas a ciertas experiencias o fenómenos de carácter místico que se han interpretado como apariciones de la Virgen, si bien es verdad que la Iglesia no las considera esenciales para la fe ni deben anteponerse, por consiguiente, a los dogmas que sobre María establece la doctrina católica. Dichas apariciones, aun en el caso de las ya reconocidas en forma “oficial”, pertenecen al ámbito de los mensajes privados que de ningún modo amplían, corrigen o sustituyen la revelación de Jesucristo, única y definitiva.

Las apariciones de la Virgen, al igual que las atribuidas a determinados santos, ángeles o inclusive al propio Jesús (se entiende que estas últimas posteriores a la época apostólica), merecen atención y respeto por parte de los creyentes cuando revisten, efectivamente, un carácter sagrado que confirma y fortalece el depósito tradicional de la revelación, otorgándoseles en consecuencia una adhesión de fe humana y el culto devocional acorde con las enseñanzas de la Iglesia, pero no hay obligación “dogmática” de creer en ellas y puede mantenerse una reserva crítica frente a las mismas.

A fin de evitar posiciones extremas que van desde un fanatismo delirante hasta un racionalismo obtuso, cada aparición debe ser estudiada por separado en sus muy particulares circunstancias y bajo la doble perspectiva del conocimiento científico y la reflexión teológica, sin olvidar que todo fenómeno implica correlativamente, en diversos grados, un aspecto objetivo y otro subjetivo.

Tan simplista sería concluir que todas las apariciones de la Virgen son forzosamente subjetivas, producto de la imaginación o meras alucinaciones, como juzgarlas objetivas y auténticas sin excepción. Equidistante de un reduccionismo psicologista y de una mariolatría milagrera, la Iglesia advierte a sus fieles contra el rechazo sistemático de toda posible aparición sobrenatural y, al mismo tiempo, previene frente a la tendencia de banalizar las apariciones cual si fuesen cotidianas y comunes.

En el mundo contemporáneo y desde hace aproximadamente ciento cincuenta años, han proliferado los testimonios acerca de supuestas apariciones marianas, por lo general a niños y jóvenes de ambos sexos, según el esquema bien conocido de Lourdes y Fátima, al grado de propiciar concentraciones multitudinarias de peregrinos, como sucedió en la aldea ucraniana de Grouchevo en 1987, no obstante que por entonces aquella región estaba sometida al régimen comunista y ateo de la Unión Soviética. Casos similares se han dado en Medjugore (antigua Yugoslavia) y en El Escorial, España, sin que las autoridades eclesiásticas avalen o desmientan tales apariciones.

A juzgar por la tensión creciente de inseguridad y pérdida de valores religiosos que se vive, hay quienes consideran la sociedad actual como terreno fértil para toda clase de fenómenos alucinatorios, entre los cuales podrían incluirse numerosas “apariciones” de la Virgen, acaso como resultado de una ley de compensación psíquica que busca el equilibrio frente al escepticismo y la desacralización imperantes.

Por cuanto concierne a estas manifestaciones marianas de carácter “milagroso”, no puede ignorarse el hecho de que la Virgen María es una creatura humana, una mujer perceptible en su forma propia, sin embargo, el estado de los cuerpos gloriosos no corresponde al de nuestro espacio-tiempo, estado cuyas misteriosas características impidieron a los apóstoles un reconocimiento inmediato del mismo Jesús después de su resurrección. A ello debe añadirse que las mariofanías difieren en lo relativo a la indumentaria de la Virgen, su rostro, su edad, el color de sus ojos o de su piel, variantes de muy difícil interpretación.

Si se entiende por aparición la manifestación sensible de una realidad sobrenatural, la percepción de la misma habría de ser idéntica o muy similar para todas las personas presentes en el momento y en el lugar donde ocurre. Por el contrario, si se concibe la aparición como una visión, es decir, como una experiencia interior que se proyecta simbólicamente, las divergencias en los detalles pueden ser múltiples. Esta segunda posibilidad no implica, necesariamente, que tengan un origen alucinatorio ni mucho menos de naturaleza psicopática.

Hablar de proyecciones simbólicas no significa referirse a ilusiones o fantasías, dado que cualquier experiencia humana, por muy “objetiva” que sea, inevitablemente se reviste de una forma simbólica. Eso mismo que llamamos “realidad”, cual si fuese única y absoluta, es una interpretación y una reelaboración mental, sólo posible mediante símbolos. Así pues, la veracidad de una experiencia se determina en base a la aceptación o el rechazo de su interpretación, nunca por sí sola.

Ya desde el siglo XVIII, la Iglesia definió formalmente el estatuto de las apariciones, a través de un documento redactado por el Papa Benedicto XIV (Próspero Lambertini) donde se dice lo siguiente:

Damos a conocer que la autorización concedida por la Iglesia a una revelación privada no es más que el consentimiento concedido después de un atento examen, a fin de que esa revelación sea conocida para la edificación y el bien de los fieles. A estas revelaciones, aunque aprobadas por la Iglesia, no se les debe conceder un asentimiento de fe católica. Según las reglas de la prudencia, es preciso darles el asentimiento de la fe humana (assensus fidei humanae juxta prudentiae regulas), en cuanto semejantes revelaciones son probables y piadosamente creíbles. Por tanto, se les puede negar el propio asentimiento a dichas revelaciones (posse aliquem assensum non praestare) y no tomarlas en consideración, con tal que esto se haga con la oportuna reserva, por buenos motivos y sin sentimientos de desprecio.

Se le reprocha a la Iglesia su excesiva cautela para pronunciarse favorablemente con respecto a las apariciones marianas, pero apenas autoriza el culto de alguna surgen las acusaciones y las críticas en su contra por “alentar el fanatismo”, “promover las prácticas supersticiosas e idolátricas” o “aprovecharse de la ignorancia de la gente sencilla”. Ante semejantes recriminaciones, los pontífices romanos han sabido mantener una actitud de prudente mesura y ejercer su misión pastoral, orientadora, enfatizando que las apariciones no deben situarse en el mismo plano que la revelación de Jesucristo, recogida en las Sagradas Escrituras y transmitida por la Tradición de la Iglesia.

En la encíclica Pascendi, publicada el 8 de septiembre de 1907, el Papa Pío X (Giuseppe Sarto) recordaba a los católicos que la Iglesia no imponía obligación alguna de creer en las apariciones y sólo autorizaba la adhesión de fe humana, en contados casos, sin garantizar por ello una plena certeza sobre la verdad del hecho. A su vez, el Papa Juan XXIII (Angelo Giuseppe Roncalli), con motivo del centenario de las apariciones de Lourdes, el 18 de febrero de 1959, hacía hincapié en que los mensajes de las revelaciones privadas no añadían nuevas verdades sino que reafirmaban el depósito tradicional de la fe, con el claro propósito de fortalecer la conducta evangélica de los creyentes.

Supeditar la fe en Cristo y su Iglesia a una aparición o a una reliquia implicaría, de hecho, la negación de esa misma fe. Esta, en su sentido más puro y genuino, se define como la adhesión incondicional a ciertas verdades o realidades no evidentes ni comprobables pues, precisamente, se trata de una convicción sobre aquello que no se ve: “Dichosos los que sin ver creyeron” (Jn. 20,29).

Ciertamente hay apariciones de la Virgen que fortalecen la fe, acrecientan la esperanza y estimulan la caridad; tales frutos son su verdadero propósito y no supuestas revelaciones de última hora. Ya lo dijo San Pablo en su epístola a los gálatas (1,6-10):

Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamó en la gracia de Cristo, os hayáis pasado a otro evangelio. No es que haya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema. ¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo.

Para quien busque afianzar su devoción a la Virgen, conforme a la fe católica, he aquí el credo mariano:

Creo en la Virgen María, predestinada desde toda la eternidad por Dios para ser, en el tiempo y según la carne, la Madre de su Hijo, y para reparar por Él al género humano caído por la falta de nuestros primeros padres. Nueva Eva, Madre verdadera de los vivientes, Ella hará por nuestra salud lo que la primera mujer hizo para nuestra perdición. Inmaculada en su Concepción, Ella recibió desde el primer momento de su existencia una gracia inicial proporcionada a la suprema dignidad para la cual Dios la tenía destinada: la maternidad divina. Y correspondió a la gracia con tanta fidelidad, que el ángel pudo llamarla “llena de gracia, bendita entre todas las mujeres”.

Por medio de su voz, Juan Bautista fue santificado en el seno materno. Con Ella Jesús se manifiesta a los pastores y a los magos, y por su pedido obra el primer milagro en las bodas de Caná.

Creo que durante los treinta años de la vida oculta en la intimidad de Nazaret, entre el Niño Jesús y San José, su casto esposo, Ella creció sin cesar en gracia delante de Dios, por la imitación de las verdades de su divino Hijo, cuyas lecciones meditaba continuamente en su corazón. Asociada por el “Hágase” de la Anuciación y por su divina maternidad a la obra redentora del mundo, Ella, al pie de la cruz, unió su sacrificio al de su Hijo, mereciendo de esta manera llegar a ser la Madre de los elegidos y la mediadora de todas las gracias obtenidas por la muerte del Redentor.

Asociada al triunfo de la Resurrección y a la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles, Ella fue la Madre de la Iglesia naciente.

Creo que Ella, elevada al cielo en cuerpo y alma, Reina de los cielos y de la tierra, Hija muy amada del Padre, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Esposa del Espíritu Santo, dulcifica maternal y maravillosamente el amor de Dios, la gloria y el honor de nuestra humanidad.

A Ella, en unión con su divino Hijo, amor, honra y gloria por los siglos de los siglos. Así sea.


(Misterios, símbolos y devociones. CUMDES, México, 2000, pp.109-119)

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