lunes, 19 de mayo de 2008

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL HOMBRE



Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los grandes enigmas de la condición humana: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y la finalidad de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y la razón del sufrimiento? ¿Cuál es el camino para alcanzar la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte? ¿Cuál es el último misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?


El fenómeno religioso es innegable. Los hombres han buscado siempre dar una respuesta a las preguntas sobre el sentido de la existencia, del dolor y de la muerte, a la espera de una realidad definitiva. Las interpretaciones que se han dado a este hecho son diferentes, pero el hecho en sí mismo se impone como un rasgo fundamental: la religión aparece desde los albores de la humanidad y perdura hasta el presente; se trata de una búsqueda incesante que está enraizada en la condición humana y que se manifiesta a través de múltiples creencias.

Todas las culturas antiguas han expresado esa inquietud religiosa como el reconocimiento de una dimensión sagrada que envuelve al ser humano pero que lo sobrepasa. Se trata de una dimensión interior pero, al mismo tiempo, universal. Incontables manifestaciones lo demuestran: sepulturas, pinturas rupestres, monumentos, mitos, ritos, plegarias, etc. Todos estos signos dan testimonio de múltiples creencias que convergen en las mismas preocupaciones: el origen del mundo y del ser humano, la existencia de poderes superiores, el sentido de lo sagrado, la vida después de la muerte…

Este hecho religioso, fundamental en la conformación de las más diversas culturas, puede apreciarse con la mayor claridad en las grandes civilizaciones del pasado: Mesopotamia, Egipto, Persia, Grecia, Roma, India, China…

La religión nos conduce a la esencia más profunda del ser humano, la cual tiene su fundamento en la trascendencia. La propia identidad del hombre, el sentido último de su existencia y de todo el universo sólo resulta comprensible partiendo de la idea de Dios y profundizando en la relación con Él. La presencia del fenómeno religioso no está limitado a cierto periodo histórico, vale para todas las épocas pues el hombre nunca es dueño absoluto de su vida y ésta, sin el auxilio de la religión, se presenta como algo absurdo.

La experiencia religiosa

El ser humano se manifiesta con la capacidad de interrogarse sobre la grandeza del universo para descubrir el significado que oculta, de cuestionar su relación con los demás en el tiempo y en el espacio de su realidad concreta, y de buscar el sentido de su propia existencia en marcha inevitable hacia la muerte para resolver la incógnita de lo que acontece después de ésta.

Ya se trate del antiguo Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma o el México prehispánico, todas las culturas muestran la existencia de un sistema de creencias y prácticas referidas a la experiencia religiosa del hombre, es decir, a su relación con el Misterio Sagrado. Lo Sagrado es un misterio que involucra al hombre en su totalidad y lo compromete. No es algo que se presente como un problema exterior a él, ni que se pueda medir y reducir a conceptos. Por el contrario, el Misterio Sagrado tiene que ver con el sentido definitivo de la vida humana, afectando la existencia del individuo en lo más profundo de su ser personal. Lo Sagrado es “la realidad totalmente otra”, en base a la cual reciben una nueva significación todas las cosas.

El hombre se encuentra “arrojado al mundo”; no tuvo libertad de escoger o rechazar su existencia, ésta le ha sido regalada. Nadie se da a sí mismo la vida; por sí mismo el hombre no es. De ahí que la pregunta fundamental radica donde el hombre descubre su yo y se le escapa, pues vive su vida amenazada de muerte, conoce mucho pero ignora mucho más, se propone y frecuentemente falla. Entonces toma conciencia de sus límites.

Tal conciencia de las propias limitaciones sólo es posible en la reflexión personal y frente al horizonte de lo infinito, cuando el hombre sabe que es pero no es el Ser sino una creatura, cuya existencia se fundamenta en el Absoluto del cual procede y al cual tiende. El Absoluto es el fundamento primordial en el que está enraizada la existencia humana.

En su vida, el hombre está abierto a las cosas, se encuentra con ellas y entre ellas. Por eso va hacia ellas, pero la relación del hombre con el Absoluto es diferente porque no es parte de nuestro ser ni una cosa en el mundo. No estamos con Él, sino en Él. De manera que “en Él vivimos, nos movemos y somos”. Si el hombre tiende hacia el Absoluto es porque antes procede de Él y es llevado por Él. Lo sepa o lo ignore, lo quiera o lo rechace, el hombre es tendencia al Absoluto que supera a todos los seres del universo y está más allá del ser del mundo.

El ser humano conoce las fuerzas de la materia y del espíritu, las perfecciones de las cosas y de los animales, las cualidades y virtudes de las personas, los valores de la sabiduría, la bondad y la belleza, sin embargo, ve que todas estas perfecciones se dan en los seres de manera limitada. Dicha conciencia del límite no puede provenir de las creaturas mismas, sino de la trascendencia del espíritu humano, que tiene una profunda vivencia primordial del Absoluto. Si el hombre estuviera encerrado en su propia finitud, no podría saber cosa alguna sobre lo que supera sus límites y, además, no podría ser consciente de su limitación. Una cosa es conocida como límite, como deficiencia, sólo en cuanto este límite y esta deficiencia han sido traspasados.

Manifestaciones de la experiencia religiosa

Toda experiencia religiosa, como aceptación del Misterio Sagrado que se revela en la conciencia de los propios límites frente a la realidad del Absoluto, tiene un carácter íntimo, personal, en cuanto que vincula al yo con la dimensión de lo divino pero, a la vez, la experiencia religiosa es un hecho socialmente compartido que reviste las características culturales de una sociedad determinada.

Las manifestaciones más comunes de la experiencia religiosa son el mito y la doctrina. El mito es una narración simbólica que expresa realidades de valor universal; es la respuesta a las preguntas fundamentales que un grupo humano se plantea sobre sus orígenes y su destino. Así, por ejemplo, en el mito cosmogónico de las antiguas culturas orientales se relata la aparición de todo lo existente como resultado de la lucha entre los dioses primordiales, es decir, las fuerzas antagónicas pero complementarias de la luz y de la oscuridad, del cosmos y el caos, de la vida y la muerte.

Por su parte, la doctrina es el conjunto de creencias que articulan el pensamiento religioso, regulan la vida personal y dan cauce armonioso a las acciones mediante el culto. Este último constituye la expresión formal o ritual de la experiencia religiosa, compartida por los integrantes de una comunidad de creyentes, lo que hace posible la unión espiritual.

Resulta incuestionable la universalidad de la experiencia religiosa como un factor esencial en la conformación de todas las culturas y todas las civilizaciones, desde los tiempos más remotos hasta el presente, si bien es cierto que puede hablarse de una depuración en cuanto a la manera de concebir lo sagrado y de aproximarse a esa realidad trascendente. Así, se ha evolucionado del animismo y el fetichismo primitivos, pasando por el chamanismo y el politeísmo, para llegar hasta el monoteísmo.

Animismo: es el estadio más primitivo de la experiencia religiosa, sustentado en la creencia de que todas las cosas están animadas por espíritus benéficos o malignos.
Fetichismo: veneración idolátrica por ciertos objetos (amuletos) a los que se considera habitados por espíritus protectores o vengadores, generalmente las almas de los antepasados.
Totemismo: sistema de creencias basado en elementos de la naturaleza, principalmente animales, que son representados en columnas de madera pintadas (tótems) a las que se venera como protectores de la tribu.
Chamanismo o Shamanismo: forma de religiosidad arcaica que gira alrededor del brujo o chamán, quien mediante hechizos y conjuros sirve de intermediario entre los dioses y el pueblo, asumiendo en estado de trance la condición de algunos animales o de espíritus que se manifiestan en él.
Magia: conjunto de rituales y creencias cuya finalidad es producir fenómenos extraordinarios, mediante la manipulación de las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Politeísmo: creencia en la realidad de muchos dioses, asociados con los fenómenos de la naturaleza y, en una fase más evolucionada, concebidos de acuerdo con un orden jerárquico en el que hay un Dios supremo al que están subordinados todos los demás (henoteísmo).
Panteísmo: más que una religión es una doctrina filosófica, según la cual no hay diferencia entre la divinidad y todo lo existente porque Dios es el alma o el espíritu del universo.
Monoteísmo: doctrina fundamental compartida por todas las religiones que reconocen un solo y único Dios.
Deísmo: doctrina surgida en el siglo XVII pero desarrollada en el XVIII que se opone a las religiones reveladas y se propone como la religión “natural”, sin misterio alguno, cuya divinidad es una mera abstracción de las leyes que rigen el universo.

No es posible hacer una clasificación satisfactoria sobre las manifestaciones de la experiencia religiosa pues existen incontables variantes y combinaciones a lo largo de los siglos, sin perder de vista que, además, cada persona tiene su propia forma de vivir e interpretar dicha experiencia. En la actualidad, el predominio de actitudes individualistas propiciadas por una concepción exclusivamente materialista de la existencia, conforme a la cual todo es relativo y sólo importa “pasarla bien”, el ateísmo pragmático parece ganar terreno día con día, aun cuando no dejan de aparecer continuamente nuevas sectas y diversas formas de religiosidad cuyo denominador común es el sincretismo, es decir, una caprichosa mezcla de creencias donde tienen cabida los más dispares elementos, desde la brujería y los cultos satánicos hasta la tecnolatría y los contactos extraterrestres.

A diferencia del ateísmo “práctico” que simplemente consiste en vivir al margen de toda creencia trascendente, puede decirse que el ateísmo filosófico constituye en realidad una especie de “religión sin Dios”, ya que se sustenta en un acto de fe: creer que Dios no existe. Más acorde con el razonamiento científico, el agnosticismo se declara incompetente para afirmar o negar la existencia de Dios, posición válida en el campo de la ciencia pero que no responde a las cuestiones fundamentales.

Las grandes religiones

Conviene tener presente que muchas de las grandes religiones históricas han desaparecido junto con las culturas y las civilizaciones de las cuales formaron parte, por ejemplo, las religiones correspondientes al antiguo Egipto, Mesopotamia y Persia; en lo que hoy llamamos Europa, las religiones greco-romana, celta, germana, báltica y eslava; en la América prehispánica, las religiones tolteca, náhuatl, maya e inca, por sólo mencionar a las más representativas. Es verdad que algunas de ellas sobreviven, de modo marginal, en pequeños grupos, mientras que otras fueron asimiladas por tradiciones religiosas más poderosas o recientes, pero no puede negarse su irreversible decadencia o su ya definitiva extinción.

Por el contrario, las llamadas religiones tradicionales han persistido durante siglos, como es el caso del hinduísmo, el budismo, el sintoísmo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Más antiguas, las tres primeras son muy diferentes entre sí; no tanto las tres últimas pues comparten un mismo origen y son religiones reveladas, es decir, Dios se manifiesta a través de sus profetas y en la inspiración de la sagrada escritura (Torah, Evangelio y Corán, respectivamente).


Hinduísmo: religión oficial de la India, vinculada al sistema de castas, que tiene como base la tradición védica pero admite una gran pluralidad de dioses con sus respectivos cultos. Entre sus creencias principales se encuentran la reencarnación, el karma (ley universal de causa-efecto) y el dharma (ley interior).
Budismo: aunque surgió en la India con Siddhartha Gautama “el iluminado” (Buda), se propagó mayormente en el extremo Oriente. La esencia de la doctrina budista está contenida en las cuatro “verdades nobles” cuyo cumplimiento permite acceder al nirvana (anulación del yo, fusión con el alma universal).
Sintoísmo: es una religión politeísta, autóctona del Japón, centrada en los ritos purificatorios, una ética social de marcado acento nacionalista y el culto a los antepasados. En su conformación tuvieron gran influencia el taoísmo y el confucianismo.
Judaísmo: religión del pueblo hebreo que se concibe como “elegido” por el único Dios verdadero quien le revela a Moisés, su principal profeta, la Ley (Torah). De carácter profundamente monoteísta, el judaísmo sustenta su fe en una alianza exclusiva con Dios y aguarda la llegada del Mesías o Salvador que establecerá en forma definitiva su reinado.
Cristianismo: tiene su origen en la persona de Cristo, reconocido como el Mesías, Hijo de Dios, cuya muerte en la cruz y posterior resurrección hacen posible la redención del género humano. Su revelación está contenida esencialmente en el Evangelio que anuncia la salvación para todos los hombres.
Islamismo: religión contenida en el Corán, libro revelado al profeta Mahoma por el arcángel Gabriel. Monoteístas fervorosos, creyentes en Alá, los musulmanes tienen cuatro normas básicas: la oración cinco veces al día; el ayuno durante el mes del ramadán; la limosna y el pergrinaje a la Meca por lo menos una vez en la vida.

La desacralización del mundo moderno
Mientras que en el mundo antiguo el ámbito de lo sagrado abarcaba la existencia en su totalidad, ya que el hombre se consideraba una creatura más dentro de la creación divina, a partir del humanismo renacentista se pasó de una visión teocéntrica a una visión antropocéntrica, es decir, situó al hombre como centro y medida de todas las cosas, de tal manera que la religión fue perdiendo gradualmente su importancia como núcleo de la cultura y cimiento de la civilización. Proceso que tuvo su mayor impulso durante el siglo XVIII con la ideología racionalista de la Ilustración y la llamada revolución industrial cuyos avances técnicos trajeron consigo una transformación radical de la sociedad.

Al imponerse el progreso material y no ya el perfeccionamiento espiritual como el objetivo prioritario de la existencia, la religión no sólo pasó a un plano secundario sino que fue cuestionada por las nuevas corrientes de pensamiento, muchas de ellas hostiles a toda creencia en la realidad del espíritu.
Paralelamente, el vertiginoso desarrollo de la ciencia y la consolidación del sistema capitalista favorecieron en el siglo XIX el predominio del materialismo en sus más variadas manifestaciones.

Acorde con esta situación, la filosofía dominante de la época fue el Positivismo, iniciado por el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), quien considera la ciencia empírica o experimental como el único camino hacia la verdad, superadas las etapas mítica y metafísica que, según él, habían mantenido a la humanidad “inmersa en la ignorancia y la superstición”. Por su parte, el sociólogo alemán Karl Marx (1818-1883) sostiene que la religión proyecta al hombre fuera del mundo real para llevarlo a un mundo falso, de tal modo que la religión no es únicamente alienación del individuo sino también instrumento de los capitalistas para mantener oprimidos a los obreros. La religión es “el opio del pueblo”. En medio de todos estos ataques a la religión, el poeta y pensador alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) proclama la “muerte de Dios” como consecuencia del progreso y vislumbra el advenimiento del “superhombre” quien ya no estará sometido a los viejos valores de la moral judeo-cristiana, propia de cobardes y esclavos. Finalmente, el psiquiatra austríaco Sigmund Freud (1856-1939), introductor del método psicoanalítico, describe la religión como una “neurosis obsesiva”, producto de los deseos reprimidos.

Ante el rotundo fracaso de todas esas utopías que prometían la felicidad en el mundo mediante el progreso científico (Comte), la lucha de clases (Marx), la superhumanidad (Nietzsche) o la liberación sexual (Freud), las críticas a la religión fueron disminuyendo hacia finales del siglo XX, sin embargo, el proceso de desacralización emprendido —desde el siglo XVIII— dejó como legado para las nuevas generaciones la incredulidad y la indiferencia, posiblemente aún más perjudiciales puesto que tales actitudes no proponen ya solución alguna.

En la historia del mundo occidental, ciencia y religión son dos perspectivas estrechamente vinculadas pero casi siempre contrapuestas; se trata de dos formas distintas de acercarse a la verdad: la ciencia, desde la razón y la religión, desde la fe. Ambas intentan exponer coherentemente su visión del hombre y de la realidad que lo circunda. En el fondo, sus aspiraciones coinciden pues buscan dar una respuesta a las preguntas esenciales.

LOS VALORES EN UN MUNDO SIN VALORES



Dimensión moral de la existencia humana

Con mucha frecuencia escuchamos decir que “ya no hay valores” o que “los valores están en crisis”. Por lo general, tales expresiones deben entenderse en el sentido de que la sociedad contemporánea vive al margen de ciertos principios o normas de conducta que, tiempo atrás, se consideraban fundamentales para la sana convivencia entre los seres humanos. Más grave aún resulta el hecho de que pareciera no incomodar mayormente a las personas tal “ausencia de valores”, pues predomina un criterio relativista según el cual “cada quien es dueño de su vida y puede hacer con ella lo que quiera”.

Al relativizar los valores, despojándolos de su dimensión objetiva y universal, todo está permitido, cada quien tiene “su verdad” y no debe reconocerse autoridad alguna. Por supuesto, las consecuencias de semejante mentalidad son verdaderamente catastróficas y sólo pueden conducir al más completo caos. Como es fácil comprobar, ninguna civilización ha logrado sobrevivir en tales circunstancias; cuando se rechazan o ignoran los valores que confieren su sentido trascendente a la existencia, reducida ésta a la simple búsqueda del bienestar individualista o grupal, la sociedad entra en un acelerado proceso de autodestrucción.

Queda patente, a lo largo de la historia, la imposibilidad de mantener un orden social donde ha desaparecido todo marco de referencia para la conducta de los individuos que conforman una comunidad. Pero también resulta claro y todavía más importante, que la propia persona es inseparable de su identificación con ciertos valores a los cuales debe su dignidad, empezando por el valor de la vida.

En el mundo actual, el término valor hace alusión primordialmente al precio de un producto o de una mercancía, sin embargo, en un sentido más amplio está vinculado a la idea de selección y preferencia, lo cual no siempre significa que algo tiene valor porque es preferido ni que algo es preferido porque tiene valor. Hay quienes consideran que los valores son meras invenciones humanas, mientras otros están convencidos de su realidad objetiva, más allá y por encima de nosotros.

Solamente el ser humano es capaz de reconocer los valores; es la única especie sobre la tierra que aprecia y experimenta la verdad, la bondad, la belleza. Así pues, el sentido más profundo de la noción de valor es de carácter moral y pertenece a la esfera de la condición humana, no en cuanto que produce cosas sino en cuanto que define al hombre y hace posible su realización.
El valor moral tiene, como todo otro valor, un aspecto objetivo (la acción concreta y exterior) y otro aspecto subjetivo (la buena o la mala voluntad de dicha acción), pero lo específico del valor moral viene dado por la libertad, la intencionalidad y la responsabilidad del hombre, por ello, el valor moral se justifica en sí mismo, está presente en todos los demás valores y hace posible la realización personal con un sentido orientador de la vida humana.

La conciencia moral

La conciencia moral es el juicio interior que el hombre realiza sobre una determinada acción, antes o después de llevarla a cabo. El hombre experimenta una llamada profunda que le indica cómo debe actuar y origina un sentimiento de gozo o remordimiento posterior, según haya sido su decisión.

La génesis de la conciencia moral es dinámica y en ella intervienen factores psicológicos, sociales, educativos, etc., que determinan los distintos tipos de conciencia, así como también anomalías y desviaciones patológicas en la misma.

Desde la conciencia, cuando está debidamente formada, el hombre decide libremente el cumplimiento de las normas que le permiten encarnar los valores que confieren sentido a su vida. Y si esos valores, alguna vez, entran en conflicto entre sí, será también la conciencia la que se encargue de discernir lo más conveniente. Se entiende con ello que la moralidad está sustentada en la conciencia y que el sentido de ésta no es tanto el cumplimiento de la norma sino el optar por la mejor decisión entre muchas posibles.

Esta opción fundamental que brota del corazón del hombre, como núcleo de su personalidad, condiciona todos los demás actos y, por lo tanto, no debe confundirse con la elección de objetos o con necesidades secundarias o particulares. No todos los actos son iguales, ni revisten la misma importancia en la vida del ser humano: un acto es considerado moral cuando la persona es responsable del mismo, porque lo realiza con pleno conocimiento y libremente.

Consideradas las dimensiones objetiva (norma) y subjetiva (conciencia) del comportamiento moral, cabe reconocer que exige un fino espíritu de discernimiento (capacidad de juicio) tanto para asumir responsabilidades como también para rechazar culpabilidades inexistentes.

La moral, como exigencia y meta de nuestro propio ser, constituye algo permanente y universal, inherente a la estructura del ser humano, algo que no puede entrar en crisis, sin embargo, en el mundo actual nadie parece escuchar a quienes proclaman el profundo sentido de la vida, a los que buscan establecer normas para la convivencia, a los que señalan los límites entre lo justo y lo injusto, a quienes se atreven a diferenciar lo bueno de lo malo. Tal oscurecimiento de la conciencia moral pone de manifiesto las distintas interpretaciones sobre la vida, las muy diversas explicaciones acerca de la realidad social y política, la enorme diferencia que puede darse al juzgar la sociedad en la que vivimos, e incluso, las frecuentes contradicciones en las que incurrimos al actuar en privado y en público.

Y es que la moral no es una ciencia abstracta sino la experiencia concreta de cada cultura y de cada pueblo; tiende a formular en normas históricas el contenido de autoafirmación que cada persona y cada sociedad hace de sí misma. Y como la vida individual y comunitaria de los pueblos es, en cierto grado, diversa, también resulta diversa su interpretación de la moralidad, lo cual explica la existencia de diferentes sistemas o modelos de moral y, asimismo, su constante evolución.

Elemento intrínseco del valor moral

Por todo lo anterior, el problema que plantea la fundamentación de la moralidad, o sea, establecer cuál es el valor supremo dentro del orden moral (su elemento constitutivo intrínseco), reviste capital importancia pues define a los distintos sistemas morales. Así, por citar sólo algunos, han sido considerados como el valor supremo:

—El deber
—El placer
—La felicidad
—La utilidad
—La libertad

A través de ese valor considerado como supremo se organiza todo el universo objetivo de la moralidad, pues expresa la manera de entender y resolver el problema de la jerarquización de los valores dentro de un sistema determinado.

El valor supremo de la ética cristiana reside en la persona de Cristo, revelación plena del amor de Dios que se extiende a todos los hombres y encuentra su máxima expresión en la vivencia del mandamiento del amor, en el cual se resume toda la ley (Rm 13, 10).

La novedad que Cristo aporta no radica en los contenidos (éstos pueden ser parecidos a los de cualquier otra ética), sino en la profundidad que le da a la forma de vivirlos. Guiado por el Espíritu, siguiendo los pasos de Cristo, el creyente camina hacia la casa del Padre, construyendo en este mundo el Reino de Dios, reino de paz, justicia y amor, que alcanzará su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo «sea todo en todas las cosas» (Col 1, 15ss).

La vida cristiana en la fe, la esperanza y el amor trasciende el plano del orden humano porque exige aceptar una dimensión de la realidad que no puede conocerse sin la revelación. Sólo desde la fe pueden vislumbrarse los misterios de la persona de Cristo en el Dios uno y trino. Hay, pues, misterios de fe pero las normas de acción que se derivan de esos misterios son perfectamente comprensibles.

Una mirada retrospectiva sobre el comportamiento ético de las primeras comunidades cristianas permite ver cómo los Apóstoles trataron de guiarse, ante todo, por la conducta y las palabras de Jesús. La constante referencia al ejemplo del Señor determina una escala de valores y una actitud fundamental que, a su vez, implican un comportamiento individual y colectivo.

Los valores a la luz del Evangelio

La fe en la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo constituye el fundamento y el sentido de la realización ética de la libertad. La evocación de lo que Dios hizo y sigue haciendo por Cristo en la humanidad, señala el motivo y la finalidad de la vida moral de los cristianos. Ésta exige una opción fundamental, la conversión, una vida nueva que surge con la gracia obtenida por los méritos del sacrificio de Cristo en la cruz.

En el Nuevo Testamento, punto culminante de la revelación bíblica, Dios se hace presente a todos los hombres en Jesús de Nazaret, en su forma de vida, en sus palabras, en su muerte y, principalmente, en su resurrección. De ahí que para quienes creen en Cristo lo específicamente cristiano es imitar la vida de Jesús y descubrir en ella el valor de la propia existencia.

Esta opción radical por Dios en el espíritu de Cristo, que debe vivirse con fe, esperanza y amor, constituye el núcleo de la ética cristiana. La nueva existencia «en Cristo» da a la vida humana una orientación definitiva con la cual alcanza verdaderamente su plenitud y, por ello, la vida es una acción de gracias: eucaristía.

Frente a un mundo donde los valores son menospreciados, deformados o abiertamente negados, la Buena Nueva de la salvación recupera para la humanidad el sentido trascendente de la existencia, por encima de modas, supuestas soluciones políticas y avances científicos, puesto que solamente Cristo es «camino, verdad y vida».

La virtud hoy

Resulta ingenuo y además arrogante creer que la época en la cual se vive es completamente distinta de las precedentes y que ya se han superado todos los problemas del pasado, sin embargo, cada día son más quienes se dejan engañar por esta falacia, convencidos de que la época actual no sólo es distinta de las anteriores sino también “superior” a todas ellas. Podría decirse que está “de moda” aceptar que todo cambio, por sí solo, que toda novedad, por sí misma, constituyen necesariamente un avance, una mejoría.

Más peligroso todavía que esta fe ciega en el “progreso” es el identificar la realidad histórica-sociológica de una idea con su validez y verdad, ya que adultera la esencia de la verdad y de los valores. El hecho de que una determinada mentalidad tenga la aceptación mayoritaria en cierto momento, o que en una época predominen ciertas tendencias, no dice lo más mínimo sobre la verdad o la falsedad de esa forma de pensar ni sobre el valor y la legitimidad de tales patrones de conducta.

Si hay algo que la historia demuestra, con toda claridad, es que los seres humanos se dejan contagiar muy fácilmente por los errores de su tiempo. Esta actitud de fascinación por lo “novedoso” —ya se trate de una idea o de una moda— no es algo que deba aceptarse como “inevitable” ni proporciona dignidad alguna a quien la adopta; no hace menos erróneo el error, ni menos falsa la falsedad, ni válido lo que objetivamente carece de valor.

El dejarse “llevar por la corriente” equivale a renunciar a la libertad personal del espíritu: es un dejarse arrastrar por las corrientes de la época, entregarse con docilidad y hasta con gusto a la manipulación. Actitud muy contraria es la de quien se mantiene siempre alerta, dueño de sí mismo, capaz de percibir los “signos de los tiempos” y de interpretarlos a la luz de las verdades y de los valores eternos. Tal actitud de reflexión, que conlleva un fortalecimiento de la voluntad, es lo que para los cristianos significa la siempre renovada conversión.

Mientras la corriente actual contenga en sí algo objetivamente válido, debe aceptarse porque es bueno y verdadero en sí mismo, no por el hecho de ser “actual”. Se trata, por consiguiente y ante todo, de saber distinguir estas dos actitudes radicalmente opuestas: la de quienes aceptan todas las corrientes dominantes en su época —sin la menor resistencia—, y la de quienes sólo aceptan aquello que —en conciencia— aprueban por su validez.
Existe el riesgo, muy generalizado en nuestro tiempo, de ver lo moral bajo el prisma de una luz condicionada por la costumbre: el “cambio de valores” se considera como necesario para “sobrevivir” y, con este criterio, se quiere justificar la contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace, de tal manera que el valor de una virtud depende de su conveniencia. Pero, quiérase o no, moralidad y responsabilidad van inseparablemente unidas y, con la responsabilidad, la libertad.

Una evidencia contundente sobre el predominio de este relativismo moral en el mundo de hoy, la constituye el hecho de que se consideren más importantes ciertos valores naturales que los propiamente morales e incluso que los sobrenaturales.

Los valores morales tienen primacía sobre los valores naturales; por encima de la inteligencia, la vitalidad y la fortaleza, están la bondad, la honradez y la justicia. Esto ya era reconocido por los grandes filósofos de la antigüedad, como Sócrates y Platón, quienes afirmaron que es mejor sufrir una injusticia que hacerla, así como la maldad es peor que la ignorancia, la enfermedad y la muerte.

Los valores morales son siempre personales. Sólo pueden darse en el hombre y ser realizados por éste. Un objeto material, como un auto o una casa, no puede ser moralmente bueno o malo; así como tampoco puede serlo un perro o un árbol. Únicamente el hombre, como ser libre y responsable en su actividad y en su conducta, en su voluntad y en sus intenciones, en su pensamiento y en sus sentimientos, puede ser moralmente bueno o malo. Por eso, más importante aún que toda producción de bienes, así sean culturales o científicos, es el mismo ser del hombre, la persona iluminada por los valores morales.

Cuando alguien permanece ciego ante los valores morales de una persona; cuando alguien no distingue el valor —cimentado en la verdad— del no-valor —anclado en el error—; cuando alguien no comprende el valor de una vida humana o el no-valor de una injusticia, es incapaz de ser moralmente bueno. En la medida en que todo el interés de un ser humano se reduce a considerar si algo le satisface o no, si le resulta placentero o no, si le parece divertido o no, en vez de preguntarse si tiene sentido en sí mismo, si es bello y bueno, si es valioso, en esa medida no hay posibilidad alguna de ser moralmente bueno.

Dietrich von Hildebrand. Santidad y virtud en el mundo. RIALP, col. Patmos 144, Madrid, 1972.

LA IGESIA CATÓLICA



El catolicismo es una forma del cristianismo que se presenta a sí misma como una institución visible, la cual prosigue en la historia la obra de Jesucristo. Se distingue de otras iglesias y confesiones cristianas por la unidad que ha conseguido establecer alrededor de los obispos, sucesores de los Apóstoles, y de uno de ellos en particular, a quien se le llama Papa, sucesor del apóstol Pedro. Esta forma del cristianismo se dice católica —es decir, “capaz de extenderse por toda la Tierra”— porque proclama la salvación eterna en Jesucristo mediante la participación en los sacramentos de la Iglesia.

La permanencia y continuidad de la Iglesia Católica durante más de dos mil años, ha sido resultado de su capacidad para adaptarse sin dejar de ser la misma, para conservar su vigor sin quedar estática, para asimilar la multiplicidad de culturas sin diluirse en ellas, para renovarse de acuerdo con cada época pero preservando su esencia; para conciliar, en suma, el dinamismo de la humanidad y la fidelidad al pasado. Por todas estas características, se trata de una institución única, excepcional, que no tiene equivalente alguno desde hace veintiún siglos.

Por otro lado, no se puede ignorar que como consecuencia de esta prolongada y, en ocasiones, trágica historia, en la cual no han faltado tropiezos y caídas, la Iglesia Católica ha suscitado tanta devoción y tanto respeto como críticas feroces y un desprecio muchas veces transformado en odio mortal. En virtud de su pretensión de durar tanto como la historia planetaria y en exclusiva representación de la verdad plena, el catolicismo es objeto de ataques incesantes e incluso de persecuciones sangrientas.

En la actualidad, suele tenerse la impresión de que la Iglesia ha sido rebasada en su doctrina, de hallarse estancada en una teología demasiado dogmática, de haberse dejado arrastrar por un afán de dominación ligado a una moral anticuada y excesivamente jurídica que por conservar la letra se olvida del espíritu. Nadie niega su permanencia, pero luego del cisma oriental y de la reforma protestante, la universalidad de la Iglesia se restringió; ni la India, ni China, ni Japón han sido convertidos al catolicismo. Por añadidura, los protestantes acusan al catolicismo de haber sido infiel al Evangelio y a la Iglesia de los primeros tiempos.

En medio de estos marcados contrastes, cabe reconocer que la esencia de la Iglesia es la de ser una estructura inscrita en la historia y, desde la perspectiva de la fe, constituye un misterio, una compleja realidad espiritual más allá de todas las explicaciones.

Resulta evidente que el catolicismo es una doctrina, rinde un culto y tiene una organización. En consecuencia, es a la vez una escuela, un templo y una comunidad. Toda autoridad en ella es a la vez doctoral, sacerdotal y pastoral. Podría decirse entonces que es una verdad, una vida y un camino. Quien no tenga en cuenta esta triple dimensión, jamás comprenderá íntegramente la realidad de la Iglesia Católica.

La enunciación de la fe
Los primeros cristianos sintieron la necesidad de resumir en fórmulas sus creencias, tal como se muestra ya desde las Epístolas de San Pablo. La primera de tales formulaciones, denominada Credo de los Apóstoles, gira en torno del misterio fundamental de la Trinidad, es decir, la existencia de un solo y único Dios en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sin embargo, no tardaron en aparecer desviaciones que hicieron indispensable reunirse en asambleas denominadas concilios, cuyo propósito fundamental fue definir el dogma y depurar su contenido de interpretaciones que pudieran alterarlo.

La formulación dogmática más reciente corresponde a la declaración de la Asunción de la Virgen María, efectuada por el Papa Pío XII en 1950. Téngase presente que la formulación de un dogma es el reconocimiento formal y definitivo de una verdad aceptada desde siempre por la comunidad. Es por ello que la Iglesia se presenta como guardián de la fe.

«Uno solo es vuestro Maestro: Cristo.» Esta frase del Evangelio conserva en la Iglesia todo su valor, pues a nadie le está permitido enseñar si no lo hace en nombre de Cristo, ni puede enseñar otra cosa que la verdad revelada, cuya raíz y fundamentación es el mismo Cristo. De ahí que la misión primordial de la Iglesia es conservar y exponer este depósito de la fe y, por consiguiente, nada de cuanto la Iglesia presenta como dogma es nuevo; nada se puede añadir a la revelación porque la verdad del Señor permanece para siempre. No obstante, se da un avance continuo en el conocimiento de la revelación, su sentido se va esclareciendo paulatinamente a través de la historia y se va profundizando, cada vez más, en el conocimiento de la relación de unas verdades con otras.

Por lo anterior, se entiende que el Magisterio (enseñanza) de la Iglesia consiste en recoger y establecer el contenido de las verdades reveladas mediante una definición precisa. Así también se explica el desarrollo doctrinal dentro de la Iglesia, desde la aplicación del mandato de evangelizar y bautizar a todas las naciones hasta la proclamación formal de la Trinidad; desde la fe en la Encarnación hasta la distinción de las dos naturalezas en la persona de Cristo (humana y divina); desde el «tomad y comed» hasta la doctrina de la transubstanciación (pan: cuerpo; vino: sangre).

Las fuentes de la verdad revelada son la Sagrada Escritura y la Tradición. Ambas constituyen el genuino patrimonio de la Iglesia. Como palabra inspirada por el Espíritu Santo, la Escritura es el depósito del cual extrae sus enseñanzas el Magisterio. Cristo, que explicó a los discípulos de Emaús la Escritura mientras iban de camino, continúa explicándola hoy a todos cuantos creen en su Iglesia. Ciertamente, la Sagrada Escritura también es algo maravilloso para quienes están al margen de la Iglesia, pero estos lectores se parecen a aquel tesorero de la reina de Etiopía que preguntó al apóstol Felipe: «¿Cómo voy a entender lo que leo si nadie me lo explica?» (Hch. 8, 31). Siempre que se lee la Biblia es necesaria la asistencia del Espíritu Santo, pero dicha asistencia no se comunica al lector de manera directa e inmediata sino por conducto de la Tradición, acumulada al paso de los siglos como resultado del estudio, la reflexión y la experiencia de la fe.

La Tradición de la Iglesia incluye tanto una enseñanza oral, transmitida de generación en generación, así como una enseñanza escrita recopilada a lo largo de la historia, por ejemplo, el muy antiguo Credo de los Apóstoles en doce artículos; el Credo de Nicea, más extenso que el apostólico; el Símbolo atanasiano que contiene la enseñanza acerca de la doctrina trinitaria; los numerosos escritos patrísticos, griegos y latinos (de los llamados Padres de la Iglesia); los estudios teológicos de los Doctores; las actas de los concilios; los tratados litúrgicos. No todos estos documentos tienen la misma importancia pero todos contribuyen a hacer más comprensible el mensaje bíblico. Los obispos, fieles a la Tradición conformada durante dos milenios, interpretan y enseñan el conjunto de la Sagrada Escritura pues, como afirma el Concilio Vaticano II, “la Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin.”

A partir de todos estos testimonios y de las circunstancias propias de cada época, la Iglesia Católica ha consolidado su doctrina. Así, en un primer periodo, durante el cual atravesó por su etapa griega, fijó y precisó el contenido de la revelación referente al misterio de Dios, y posteriormente al de Cristo. Con San Agustín (en la que sería ya la etapa latina occidental), definió la relación de Cristo con el hombre y el don de la gracia. En la Edad Media impulsó el desarrollo del culto a la Virgen. En el siglo XVI, con motivo del cisma provocado por la reforma protestante, determinó la identidad de la propia Iglesia y profundizó en la noción de sacramento. En los tiempos modernos y hasta la crisis del presente se ha ocupado de revitalizar la fe y definir su presencia en el mundo. Sin embargo, esta dinámica no concluirá jamás mientras la humanidad prosiga su camino hacia Dios.




¿Infalibilidad?

Un desconocimiento generalizado con respecto al carácter de infalibilidad que la Iglesia Católica sostiene, ha sido causa de tergiversaciones y exageraciones como la de suponer que el Pontífice es infalible en todo cuanto dice y lleva a cabo. La Iglesia siempre ha creído que está preservada por Dios de toda posibilidad de error en sus enseñanzas definitivas en materia de fe: «la doctrina que Dios ha revelado no ha sido propuesta como un descubrimiento filosófico que el talento humano ha de perfeccionar, sino que ha sido confiada como un depósito divino a la Iglesia para que lo guarde fielmente e infaliblemente lo interprete». Dicha infalibilidad reside en el Papa, personalmente; en un Concilio Ecuménico, sujeto a la confirmación papal y en los obispos de la Iglesia, cuando enseñan en unión con el Papa.

La infalibilidad no implica inspiración o una “nueva” revelación; la Iglesia no puede enseñar una doctrina “novedosa”, sino sólo «guardar y exponer fielmente» el depósito original de la fe con todas sus verdades, explícitas e implícitas. Nótese que esta infalibilidad se refiere únicamente a las enseñanzas concernientes a la fe y sólo cuando el Papa habla ex cathedra, es decir, cuando en su calidad de pastor y maestro —en virtud de su autoridad apostólica, como sucesor de San Pedro— define una doctrina de fe que ha de ser mantenida por toda la Iglesia.

Por supuesto que esta infalibilidad no dispensa en modo alguno de la necesidad de estudiar y aprender; la sabiduría del Pontífice Romano no ha sido infundida en él por Dios, la adquiere como cualquier otro ser humano, pero es asistido por el Espíritu Santo de manera que no ejerza su autoridad suprema para inducir a la Iglesia a errores.

Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será atado en los cielos (Mt. 16, 18-19).

La formulación dogmática de la infalibilidad papal se hizo precisamente con el fin de aclarar en qué consiste y reafirmar su fundamentación evangélica. Fue el Papa Pío IX, cuyo pontificado abarcó de 1846 a 1878, quien definió el dogma el 18 de julio de 1870 como resultado de las sesiones efectuadas durante el Concilio Vaticano I, al que había convocado un año antes el mismo Pontífice.




El mensaje

Jesucristo dijo a sus Apóstoles antes de su Ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, y enseñad a toda la gente, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt. 28, 18-20). Asimismo, Jesucristo recomendó a sus discípulos «que se predicase en su nombre a todas las naciones la penitencia para la remisión de los pecados» (Lc. 24, 47). Esta divulgación del mensaje de Cristo entre los pueblos paganos se ha venido realizando desde la Ascensión de Jesús a los cielos, y se realizará hasta que venga por segunda vez a juzgar a vivos y muertos. Entre estas dos fechas, la Ascensión y la Parusía, se desarrolla la historia de la salvación en cuyo transcurso la Iglesia es la propagadora del mensaje del Reino de Dios.

Cristo no sólo les dijo a los Apóstoles «Id a predicar por todo el mundo» sino también: «Yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto» (Lc. 24, 49). Siguiendo estas indicaciones, permanecieron en Jerusalén hasta que descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Conforme a esto, los Apóstoles iniciaron su labor evangélica en Jerusalén. Varios miles de personas fueron bautizadas y entraron a formar parte —con los Apóstoles y discípulos— de la primera comunidad cristiana.

Pero los dirigentes del pueblo judío rechazaron el mensaje de Cristo, el Resucitado. Por eso, del pueblo que fue llamado primero a participar de los frutos de la Redención de Cristo, sólo una parte se incorporó a la naciente Iglesia; de ahí que Pablo y Bernabé, los primeros apóstoles en anunciar a los paganos la Buena Nueva de la Salvación, dijeron a los judíos de Antioquía estas palabras: «A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los gentiles» (Hch. 13, 46).
Por su parte, Pedro, cabeza de los Apóstoles, impulsado por la conversión de Cornelio, un capitán romano, hubo de aceptar que Dios también llamaba a los paganos a la Salvación: «Ahora reconozco que no hay en Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia le es acepto» (Hch. 10, 34-35). El libro de los Hechos de los Apóstoles, que narra el crecimiento de la Iglesia durante las primeras décadas de su existencia, refiere la drástica transformación de Saulo —antes, acérrimo enemigo de los cristianos— en el más decidido y valeroso de los apóstoles, luego de haber sido derribado de su caballo cuando iba de camino a Damasco: «Al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y la voz respondió: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch. 9, 4-5).

Convencidos de la universalidad del mensaje de Cristo, tanto Pedro como Pablo marcharon a la ciudad de Roma, por entonces la capital del mundo y centro del paganismo. En esta “Babilonia”, Pedro presidió la comunidad de los cristianos y, al igual que Pablo (Saulo), murió dando testimonio de su fe con el martirio. Así, después de haber anunciado el mensaje de Cristo en Jerusalén, Judea y Samaria, la Iglesia encontró su centro de irradiación para todo el mundo: Roma.

A lo largo de tres siglos la Iglesia fue penetrando en el ámbito del poderoso Imperio Romano, creció en medio de terribles persecuciones y su fe llegó a ser, al fin, la única religión reconocida por el Estado. Durante aquella época, la Iglesia se fortaleció interior y exteriormente pero no sin afrontar grandes dificultades y el caótico proceso que trajo consigo la decadencia del Imperio, recién iniciada cuando los Apóstoles empezaron a predicar el Evangelio.

Transcurridos dos milenios desde el primer anuncio de la Buena Nueva, lo que sucedió milagrosamente el día de Pentecostés, cuando cada persona pudo escuchar a los Apóstoles en su propio idioma, se viene haciendo realidad en todo el mundo mediante el trabajo misionero y evangelizador de la Iglesia.

El culto

La Iglesia ha celebrado siempre sobre sus altares el sacrificio redentor de Jesucristo y, con ello, ha transmitido al mundo la salvación que de ese sacrificio dimana. Cristo mismo dispuso que su sacrificio en la cruz se perpetuara a través de todas las generaciones, como recuerdo suyo y como rito de adoración en espíritu y en verdad. Tanto en las tres primeras versiones del Evangelio (Sinópticos) como en la primera epístola a los corintios, se relata la institución de este rito durante la cena pascual celebrada por Jesús con sus discípulos.

Cristo vio aquella noche memorable la multitud de los que habrían de creer en Él y los frutos de su sacrificio. Vio también cómo su humanidad crucificada y glorificada sería el único camino para ir a Dios, y cómo no habría otro medio de participar en la vida divina que por la incorporación a su muerte y su resurrección. Para adecuar a nuestra humana naturaleza su sacrificio, Jesús eligió las sencillas especies de pan y vino que, en virtud de las palabras pronunciadas por Él y repetidas por cada sacerdote en la consagración, constituyen verdaderamente su cuerpo y su sangre. Y así como los Apóstoles comieron y bebieron por vez primera del cuerpo y la sangre de Cristo, todos los cristianos participan igualmente de estos alimentos de salvación.

A este misterio se le han dado muy diversos nombres, siendo uno de los más antiguos el de fracción del pan, que hace alusión a la señal con que Jesús se dio a conocer a los discípulos de Emaús. La denominación más aceptada —universalmente— es la de Eucaristía, o sea, acción de gracias, pues expresa muy bien el sentido del rito. Pero desde el siglo IV, la palabra que se emplea con mayor frecuencia es el de Missa, que significa despedida, recordando el tránsito de la muerte a la resurrección anunciado por Jesús en la Última Cena. Este término latino pudo haberse derivado de la despedida de los catecúmenos —antes del ofertorio— y de todos los fieles al final de la liturgia eucarística (ite missa est).

Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia celebra el memorial del Señor el primer día de la semana (domingo), pues en él tuvo lugar la nueva creación, es decir, la Resurrección de Cristo, si bien es cierto que la fiesta reúne un triple misterio de luz: la revelación del Padre por la creación de la luz, la victoria del Hijo sobre el poder de las tinieblas y la iluminación interior por obra del Espíritu Santo en Pentecostés.

Transcurridos los primeros siglos del cristianismo, el culto litúrgico se fue desarrollando paralelamente al ciclo del año solar, de manera que la sucesión de las estaciones tiene su equivalente sagrado, por así decirlo, en la Historia de la Salvación cuyo punto culminante es la fiesta de la Pascua de Resurrección, cuando se conmemora el triunfo de Cristo y la transformación de todas las cosas en Él.

Dentro del marco de los ritos instituidos por la Iglesia Católica para vivir y expresar su fe, revisten especial importancia los sacramentos mediante los cuales esa fe es constantemente reactualizada. Los sacramentos son ritos que incorporan expresiones simbólicas de la vida cotidiana; hacen visibles las acciones de Dios en un mundo que necesita ser salvado, liberado; purifican, confortan, comprometen, facilitan el encuentro con Dios; descubren la significación y el valor de las experiencias que conforman la existencia: nacimiento, alimento, crecimiento, perdón, servicio, amor y muerte. Aunque involucran a cada persona en su más profunda intimidad, los sacramentos tienen también una dimensión comunitaria pues confirman y dan testimonio del compromiso de cada cristiano con sus semejantes.

Sacramento Universal

La palabra sacramento sirvió para traducir el término griego mysterion que designa en el Nuevo Testamento lo oculto e inaccesible de Dios hecho visible en Cristo. El misterio de Dios es Jesús: palabra de Dios en la historia, revelador del Padre, donación de Dios a los hombres. Visible en su humanidad y Redentor por su divinidad, Cristo es el sacramento primordial de la salvación. A su vez, la Iglesia es el sacramento universal pues en ella Cristo glorificado permanece presente en el tiempo y en el espacio a través del Espíritu Santo. La Iglesia prosigue la obra del Señor esparciéndola por todo el mundo, anunciando el Evangelio y llamando a todos los hombres a la conversión en la fe. Tal es la razón de ser y la misión de la Iglesia.


CRISTO
LA IGLESIA
SACRAMENTOS
El signo exterior
Su humanidad
Su historicidad
Su expresión ritual
La realidad interior
Su divinidad
La presencia de Cristo
Su carácter sagrado
El fruto
La redención
La santificación
La gracia sacramental

Los sacramentos son signos e instrumentos de la acción de Cristo, pero ya no es el Jesús histórico quien actúa sino el Cristo glorificado y presente en la Iglesia por medio del Espíritu Santo. Ahora bien, la sacramentalidad de la Iglesia comprende una doble dimensión: vertical, por ser una institución jerárquica y horizontal, por ser una comunidad de fieles.

Liberada de las preocupaciones políticas que implicaba el gobierno de los Estados Pontificios, la Iglesia Católica ha centrado su actividad, sobre todo, en el campo pastoral, experimentando una profunda renovación que busca revitalizar su riqueza espiritual.

Como una síntesis del pensamiento y la acción de la Iglesia en el transcurso de veinte siglos, el Concilio Ecuménico Vaticano II trazó sus grandes directrices:

—La Iglesia se considera plenamente solidaria con la humanidad y con su historia buscando dar, desde la fe, una respuesta a los desafíos que el hombre afronta, tanto en lo individual como en lo social.
—La Iglesia es consciente de que su misión salvadora es universal, y de que no puede llegar a los hombres desde el poder sino desde el servicio.
—El mensaje redentor de Cristo sólo puede anunciarse en un ámbito de libertad, respetando las distintas creencias religiosas y propiciando el diálogo con los hermanos separados, defendiendo a su vez el derecho de proclamar la fe católica sin impedimento alguno.
—La liturgia católica, como expresión vital de la fe, exige redescubrir el sentido comunitario que conduce a la participación activa y, consecuentemente, sintonizar en su lenguaje con las realidades de la vida humana.
—Para la Iglesia es fundamental que cuantos están llamados a una vocación sacerdotal o religiosa, asuman un mayor compromiso de fidelidad al Evangelio.
—Pero también los laicos o seglares, todos los bautizados, tienen la obligación y no sólo la posibilidad de hacer apostolado, de tal modo que su vida (individual, familiar, profesional) sea un testimonio de fe ante el mundo.
La Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo místico de Cristo, se presenta como una comunidad fraterna y espiritual, servidora de los hombres en el mundo y testigo de la presencia de Dios.

EL CULTO A LA VIRGEN MARÍA



El término griego proskynesis sólo se aplica en el Nuevo Testamento a Dios y a Jesucristo glorificado, término que corresponde al cultus latino y motivo de controversia pues los protestantes lo identifican con la latreia o adoración, reservada exclusivamente para la divinidad. De ahí que rechacen todo culto mariano como si fuese una manifestación idolátrica, sin embargo, la Iglesia ha distinguido muy claramente entre el culto de adoración que se rinde a Dios y el culto de veneración a la Virgen; al diferenciar el culto de latría y el culto de dulía, dedicados a Dios y la Virgen respectivamente, se disipa cualquier posible confusión en ese sentido.

También se ha querido ver en la figura de la Virgen María una simple reminiscencia de las antiguas diosas paganas, como la Gran Madre adorada en Creta, la Afrodita de Chipre, la Isis de los egipcios o la Kali de los hindúes, por sólo mencionar algunas de las divinidades femeninas que se encuentran en todas las religiones anteriores al cristianismo. Más aún, se ha dicho con insistencia que las “vírgenes negras veneradas en numerosos santuarios de la cristiandad son efigies druídicas, cuyo color negro representa la tierra, así como el verde de las túnicas que las cubren simboliza la vegetación.

Tales asociaciones iconográficas pueden aceptarse en ciertos casos, sin olvidar que dichas imágenes de probables diosas paganas no implican un culto de adoración pues, independientemente de sus orígenes, pasaron a convertirse en representaciones de la Santísima Virgen María, quien no es una diosa ni pierde jamás su condición de mujer, de creatura humana. Como tal, por ningún motivo debe considerarse una divinidad pero, a la vez, su importancia resulta excepcional porque Ella existe realmente, mientras que las diosas de la antigüedad permanecen en el ámbito de la imaginación.

La Virgen María no es una personificación de la “madre tierra”, como tampoco se trata de una mera antropomorfización del amor, el poder o la belleza sino de una realidad humana y una verdad trascendente, es decir, la encarnación misma de la pureza en el amor, de la bondad en el poder y de la humildad en la gloria. Tales diferencias son esenciales y, por lo tanto, insoslayables.

En el segundo Concilio de Nicea (787) quedó establecida la legitimidad de la veneración por las imágenes sagradas, en contraposición al movimiento iconoclasta, distinguiendo entre la proskynesis latréutica, reservada única y exclusivamente a Dios como culto de adoración y, por otro lado, la proskynesis honorífica, referente a la Virgen y los santos quienes sólo deben ser venerados. Ahora bien, dado que María es la Madre de Dios y, en consecuencia, una creatura privilegiada sin posible equivalente, está por encima de todos los santos e inclusive de los ángeles, lo cual supone en su caso una veneración especial o hiperdulía.

Con respecto a las imágenes sagradas, trátese de pinturas, efigies, esculturas y aun de las llamadas “reliquias”, ninguna de ellas merece culto de adoración, aunque cumplen la finalidad de servir como símbolos santificados y soportes sensibles para la vinculación de los creyentes con las realidades espirituales. Aunque frecuentemente pueda incurrirse en lamentables exageraciones, dicha circunstancia no invalida los grandes y muy superiores beneficios que aporta la iconografía sagrada pues hay más profundidad en la piedad popular y más sabiduría en las devociones tradicionales de lo que podrían imaginar sus detractores.

Cabe recordar que más vale aproximarse a Dios por medio de una imagen que no acercarse a Él en absoluto y, de igual modo, es mejor acordarse de la divinidad a través de un santo, de su imagen o de su reliquia, que suplir estos símbolos con abstracciones desprovistas de una verdadera significación trascendente y, a la postre, meras divagaciones. “Esto es lo que perdieron de vista los reformadores protestantes —puntualiza Frithjof Schuon—, que rechazaron reliquias e imágenes sin poderlas reemplazar por algún valor equivalente y sin sospechar siquiera que había algo que reemplazar, puesto que, al rechazar los soportes, rechazaron al mismo tiempo la santidad”.

Más particularmente, en las imágenes de la Santísima Virgen María se manifiesta el arquetipo del eterno femenino con sus diversas cualidades de virgen, madre, esposa, intercesora, benefactora y corredentora, superados los aspectos negativos del mismo arquetipo que sí permanecen ligados a las diosas de las religiones antiguas porque, a diferencia de ellas, la figura de María tiene como singularidad radical su condición estrictamente humana y su realidad histórica.

En estrecha relación con Dios que ha elevado su dignidad hasta las máximas alturas de su creación, María no es una divinidad femenina pero tampoco un personaje secundario o prescindible, ya que participa íntimamente del misterio supremo de la Santísima Trinidad: por obra del Espíritu Santo concibe al Hijo que nos reconcilia con el Padre. Así, como el ser más cercano a Dios, María intercede ante Él por todas sus criaturas y constituye para éstas el modelo de perfección a imitar.

El cristiano que ora ante una imagen de la Virgen evoca su propia alma pues hay un vínculo tan poderoso entre María y el alma que no es posible acercarse a una sin encontrarse con la otra. María pertenece a nuestra propia naturaleza y la veneración que le profesamos participa del amor hacia todas las criaturas y de la adoración sólo debida a Dios. Fuente de gracia para todo ser, el alma encuentra en Ella la pureza original de su esencia, al amparo de las amenazas del mundo y de la cual emana la verdadera sabiduría, germen de la vida interior que con Ella fructifica.

Un solo culto, muchas advocaciones

El culto mariano, propio de la cristiandad y especialmente característico del catolicismo, tiene un valor unánime y una dimensión universal con sólidos cimientos en las Sagradas Escrituras, el Magisterio de la Iglesia y la Tradición, pero sus manifestaciones revisten una enorme pluralidad bajo las más diversas advocaciones, de tal modo que la Virgen es venerada mediante miles de nombres e imágenes en otros tantos lugares y recintos sagrados o santuarios que se le han dedicado, muchas veces a partir de la iniciativa popular surgida con motivo de una aparición o de algún otro acontecimiento milagroso.

Las distintas representaciones y denominaciones que se le dan a la Virgen María suelen derivarse de las circunstancias geográficas y los rasgos culturales que confieren su fisonomía a grupos humanos bien determinados, aunque también existen devociones marianas tan profundamente arraigadas que son ellas mismas el principal factor de cohesión e identidad para todo un pueblo e inclusive para una nación entera. Esto último podría explicarse debido a que la fundación o integración de ciertas nacionalidades se llevó a cabo, de manera simultánea, con la implantación de la fe cristiana y, como su vía primordial, la devoción a la Virgen.

Con respecto a las muy numerosas mariofanías (manifestaciones de la Virgen) que se registran en la historia de las naciones iberoamericanas, cabe recordar que tanto el descubrimiento como la colonización del Nuevo Mundo fueron empresas realizadas bajo el “patronazgo” de la Virgen María, exaltada como la gran evangelizadora, la Madre misericordiosa por cuyo intermedio habrían de ser incorporados a la fe cristiana todos los habitantes del continente recién descubierto.

No por mera casualidad el 4 de agosto de 1492 Cristóbal Colón visitó el templo de Nuestra Señora de la Rábida, antes de emprender su aventura transoceánica en la que llevaría como carabela insignia la “Santa María”; de la misma manera que tampoco puede considerarse “anecdótico” el hecho de que Hernán Cortés entronizara la imagen de la Virgen de los Remedios en el templo mayor de Tenochtitlan en 1520, tras haber derribado la escultura de Huitzilopochtli.
Claro está que el fervor mariano comenzó a difundirse desde los primeros siglos del cristianismo y, desde entonces, no ha cesado de extenderse y fortalecerse por todo el orbe bajo muy diversas advocaciones, quizá mejor conocidas unas que otras pero igualmente representativas de una devoción cuya vitalidad ha logrado sobreponerse a las corrientes desacralizadotas de los últimos siglos.

Mencionar tan sólo las advocaciones de mayor relevancia exigiría un amplio espacio, así que basten unos cuantos ejemplos como la Virgen del Carmen: la Virgen del Pilar; la Virgen de Covadonga; Nuestra Señora de la Merced; Nuestra Señor del Perpetuo Socorro; Nuestra Señora del Rosario; María Auxiliadora; Nuestra Señor de la Estrada; la Virgen de Loreto; Nuestra Señora de los Angeles; Nuestra Señora de Guadalupe; la Virgen de la Caridad del Cobre; la Virgen de Luján; Nuestra Señora de Copacabana; Nuestra Señora de Czestohova; Nuestra Señora de Lourdes; Nuestra Señora de Fátima…

No es de extrañar que mucho hayan contribuido a fomentar el culto mariano numerosos y distinguidos santos, algunos de ellos fundadores de órdenes o congregaciones religiosas consagradas a la Virgen y que profesan especial veneración por alguna de sus advocaciones. San Bernardo, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, San Antonio de Padua, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Liguori, San Juan María Vianney (el cura de Ars), San Marcelino Champagnat, San Juan Bosco y San Luis María de Montfort ejemplifican de modo admirable, entre muchos más, ese amor entrañable por quien también es llamada, con toda justicia, Reina de todos los santos.

Cartujos, carmelitas, franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, maristas, salesianos, redentoristas, claretianos y, prácticamente, la totalidad de las órdenes y congregaciones religiosas católicas, siempre han reservado un sitio de honor para la Virgen María, bajo cuya inspiración asumió una nueva vida Ignacio de Loyola durante su retiro en el monasterio de Montserrat, que le llevaría más tarde a fundar la Compañía de Jesús, así como Marcelino Champagnat consagró su Instituto de los Hermanos Maristas a la “Buena Madre” de Nuestra Señora de Fourviére, por sólo mencionar dos grandes vocaciones que nacieron a los pies de María.

Más tempranamente, entre los Padres de la Iglesia, San Ambrosio había perfilado con magistral elocuencia el fundamento de la devoción mariana: “Que en cada uno de nosotros esté el alma de María para glorificar al Señor, que en todos nosotros esté el espíritu de María para alegrarnos en Dios”. Y con los hermosos conceptos de San Juan María Vianney puede resumirse toda la mariología:

El Padre se complace viendo a María como la obra de arte de sus manos, del mismo modo que el artista ama su obra, sobre todo cuando está bien hecha; el Hijo la ve como al corazón de su Madre, como la fuente de la cual toma la sangre que nos ha redimido; el Espíritu Santo como a su templo. Las tres personas divinas contemplan a la Santa Virgen, Ella está sin mancha, adornada por todas las virtudes que la hacen tan bella y tan grata a la Santa Trinidad.

Apariciones

Indudablemente, muchas de las advocaciones marianas están vinculadas a ciertas experiencias o fenómenos de carácter místico que se han interpretado como apariciones de la Virgen, si bien es verdad que la Iglesia no las considera esenciales para la fe ni deben anteponerse, por consiguiente, a los dogmas que sobre María establece la doctrina católica. Dichas apariciones, aun en el caso de las ya reconocidas en forma “oficial”, pertenecen al ámbito de los mensajes privados que de ningún modo amplían, corrigen o sustituyen la revelación de Jesucristo, única y definitiva.

Las apariciones de la Virgen, al igual que las atribuidas a determinados santos, ángeles o inclusive al propio Jesús (se entiende que estas últimas posteriores a la época apostólica), merecen atención y respeto por parte de los creyentes cuando revisten, efectivamente, un carácter sagrado que confirma y fortalece el depósito tradicional de la revelación, otorgándoseles en consecuencia una adhesión de fe humana y el culto devocional acorde con las enseñanzas de la Iglesia, pero no hay obligación “dogmática” de creer en ellas y puede mantenerse una reserva crítica frente a las mismas.

A fin de evitar posiciones extremas que van desde un fanatismo delirante hasta un racionalismo obtuso, cada aparición debe ser estudiada por separado en sus muy particulares circunstancias y bajo la doble perspectiva del conocimiento científico y la reflexión teológica, sin olvidar que todo fenómeno implica correlativamente, en diversos grados, un aspecto objetivo y otro subjetivo.

Tan simplista sería concluir que todas las apariciones de la Virgen son forzosamente subjetivas, producto de la imaginación o meras alucinaciones, como juzgarlas objetivas y auténticas sin excepción. Equidistante de un reduccionismo psicologista y de una mariolatría milagrera, la Iglesia advierte a sus fieles contra el rechazo sistemático de toda posible aparición sobrenatural y, al mismo tiempo, previene frente a la tendencia de banalizar las apariciones cual si fuesen cotidianas y comunes.

En el mundo contemporáneo y desde hace aproximadamente ciento cincuenta años, han proliferado los testimonios acerca de supuestas apariciones marianas, por lo general a niños y jóvenes de ambos sexos, según el esquema bien conocido de Lourdes y Fátima, al grado de propiciar concentraciones multitudinarias de peregrinos, como sucedió en la aldea ucraniana de Grouchevo en 1987, no obstante que por entonces aquella región estaba sometida al régimen comunista y ateo de la Unión Soviética. Casos similares se han dado en Medjugore (antigua Yugoslavia) y en El Escorial, España, sin que las autoridades eclesiásticas avalen o desmientan tales apariciones.

A juzgar por la tensión creciente de inseguridad y pérdida de valores religiosos que se vive, hay quienes consideran la sociedad actual como terreno fértil para toda clase de fenómenos alucinatorios, entre los cuales podrían incluirse numerosas “apariciones” de la Virgen, acaso como resultado de una ley de compensación psíquica que busca el equilibrio frente al escepticismo y la desacralización imperantes.

Por cuanto concierne a estas manifestaciones marianas de carácter “milagroso”, no puede ignorarse el hecho de que la Virgen María es una creatura humana, una mujer perceptible en su forma propia, sin embargo, el estado de los cuerpos gloriosos no corresponde al de nuestro espacio-tiempo, estado cuyas misteriosas características impidieron a los apóstoles un reconocimiento inmediato del mismo Jesús después de su resurrección. A ello debe añadirse que las mariofanías difieren en lo relativo a la indumentaria de la Virgen, su rostro, su edad, el color de sus ojos o de su piel, variantes de muy difícil interpretación.

Si se entiende por aparición la manifestación sensible de una realidad sobrenatural, la percepción de la misma habría de ser idéntica o muy similar para todas las personas presentes en el momento y en el lugar donde ocurre. Por el contrario, si se concibe la aparición como una visión, es decir, como una experiencia interior que se proyecta simbólicamente, las divergencias en los detalles pueden ser múltiples. Esta segunda posibilidad no implica, necesariamente, que tengan un origen alucinatorio ni mucho menos de naturaleza psicopática.

Hablar de proyecciones simbólicas no significa referirse a ilusiones o fantasías, dado que cualquier experiencia humana, por muy “objetiva” que sea, inevitablemente se reviste de una forma simbólica. Eso mismo que llamamos “realidad”, cual si fuese única y absoluta, es una interpretación y una reelaboración mental, sólo posible mediante símbolos. Así pues, la veracidad de una experiencia se determina en base a la aceptación o el rechazo de su interpretación, nunca por sí sola.

Ya desde el siglo XVIII, la Iglesia definió formalmente el estatuto de las apariciones, a través de un documento redactado por el Papa Benedicto XIV (Próspero Lambertini) donde se dice lo siguiente:

Damos a conocer que la autorización concedida por la Iglesia a una revelación privada no es más que el consentimiento concedido después de un atento examen, a fin de que esa revelación sea conocida para la edificación y el bien de los fieles. A estas revelaciones, aunque aprobadas por la Iglesia, no se les debe conceder un asentimiento de fe católica. Según las reglas de la prudencia, es preciso darles el asentimiento de la fe humana (assensus fidei humanae juxta prudentiae regulas), en cuanto semejantes revelaciones son probables y piadosamente creíbles. Por tanto, se les puede negar el propio asentimiento a dichas revelaciones (posse aliquem assensum non praestare) y no tomarlas en consideración, con tal que esto se haga con la oportuna reserva, por buenos motivos y sin sentimientos de desprecio.

Se le reprocha a la Iglesia su excesiva cautela para pronunciarse favorablemente con respecto a las apariciones marianas, pero apenas autoriza el culto de alguna surgen las acusaciones y las críticas en su contra por “alentar el fanatismo”, “promover las prácticas supersticiosas e idolátricas” o “aprovecharse de la ignorancia de la gente sencilla”. Ante semejantes recriminaciones, los pontífices romanos han sabido mantener una actitud de prudente mesura y ejercer su misión pastoral, orientadora, enfatizando que las apariciones no deben situarse en el mismo plano que la revelación de Jesucristo, recogida en las Sagradas Escrituras y transmitida por la Tradición de la Iglesia.

En la encíclica Pascendi, publicada el 8 de septiembre de 1907, el Papa Pío X (Giuseppe Sarto) recordaba a los católicos que la Iglesia no imponía obligación alguna de creer en las apariciones y sólo autorizaba la adhesión de fe humana, en contados casos, sin garantizar por ello una plena certeza sobre la verdad del hecho. A su vez, el Papa Juan XXIII (Angelo Giuseppe Roncalli), con motivo del centenario de las apariciones de Lourdes, el 18 de febrero de 1959, hacía hincapié en que los mensajes de las revelaciones privadas no añadían nuevas verdades sino que reafirmaban el depósito tradicional de la fe, con el claro propósito de fortalecer la conducta evangélica de los creyentes.

Supeditar la fe en Cristo y su Iglesia a una aparición o a una reliquia implicaría, de hecho, la negación de esa misma fe. Esta, en su sentido más puro y genuino, se define como la adhesión incondicional a ciertas verdades o realidades no evidentes ni comprobables pues, precisamente, se trata de una convicción sobre aquello que no se ve: “Dichosos los que sin ver creyeron” (Jn. 20,29).

Ciertamente hay apariciones de la Virgen que fortalecen la fe, acrecientan la esperanza y estimulan la caridad; tales frutos son su verdadero propósito y no supuestas revelaciones de última hora. Ya lo dijo San Pablo en su epístola a los gálatas (1,6-10):

Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamó en la gracia de Cristo, os hayáis pasado a otro evangelio. No es que haya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema. ¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo.

Para quien busque afianzar su devoción a la Virgen, conforme a la fe católica, he aquí el credo mariano:

Creo en la Virgen María, predestinada desde toda la eternidad por Dios para ser, en el tiempo y según la carne, la Madre de su Hijo, y para reparar por Él al género humano caído por la falta de nuestros primeros padres. Nueva Eva, Madre verdadera de los vivientes, Ella hará por nuestra salud lo que la primera mujer hizo para nuestra perdición. Inmaculada en su Concepción, Ella recibió desde el primer momento de su existencia una gracia inicial proporcionada a la suprema dignidad para la cual Dios la tenía destinada: la maternidad divina. Y correspondió a la gracia con tanta fidelidad, que el ángel pudo llamarla “llena de gracia, bendita entre todas las mujeres”.

Por medio de su voz, Juan Bautista fue santificado en el seno materno. Con Ella Jesús se manifiesta a los pastores y a los magos, y por su pedido obra el primer milagro en las bodas de Caná.

Creo que durante los treinta años de la vida oculta en la intimidad de Nazaret, entre el Niño Jesús y San José, su casto esposo, Ella creció sin cesar en gracia delante de Dios, por la imitación de las verdades de su divino Hijo, cuyas lecciones meditaba continuamente en su corazón. Asociada por el “Hágase” de la Anuciación y por su divina maternidad a la obra redentora del mundo, Ella, al pie de la cruz, unió su sacrificio al de su Hijo, mereciendo de esta manera llegar a ser la Madre de los elegidos y la mediadora de todas las gracias obtenidas por la muerte del Redentor.

Asociada al triunfo de la Resurrección y a la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles, Ella fue la Madre de la Iglesia naciente.

Creo que Ella, elevada al cielo en cuerpo y alma, Reina de los cielos y de la tierra, Hija muy amada del Padre, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Esposa del Espíritu Santo, dulcifica maternal y maravillosamente el amor de Dios, la gloria y el honor de nuestra humanidad.

A Ella, en unión con su divino Hijo, amor, honra y gloria por los siglos de los siglos. Así sea.


(Misterios, símbolos y devociones. CUMDES, México, 2000, pp.109-119)

EL MILAGRO DE LA ORACIÓN



La doctrina de la Iglesia Católica ha sostenido siempre que la oración no tiene su origen en el alma, sino en el Espíritu Santo que habita en ella, de tal modo que la oración, incluso en su forma más breve y sencilla, es la participación del ser humano en la vida interior de la Santísima Trinidad. La oración es un milagro constante, accesible a todos, algo que Dios realiza en y a través del orante. Así pues, dado que es el mismo Dios eterno quien está presente en el alma humana, la oración constituye, por así decirlo, un “puente” entre lo finito y lo infinito, convicción compartida por todas las grandes tradiciones religiosas, cuyos santos y devotos integran un coro universal de oración.

El objetivo primordial de la invocación del Nombre Divino es el “recuerdo de Dios” y éste, en definitiva, es la conciencia de los Absoluto. Al invocar el Nombre Divino, se produce en el alma la experiencia de lo Sagrado que la ilumina, la fortalece y la transforma. La oración la inspira el Espíritu Santo en la profundidad de nuestro ser, de ahí que lo más importante al hacer oración consiste en disponer el corazón como una página en blanco, donde la Divina Sabiduría pueda escribir libremente sus mensajes.

Liberado de cualquier actitud egocéntrica, el orante podrá ofrecerse como un espacio abierto, un puro receptáculo para la operación del Espíritu, por consiguiente, la oración perfecta es un acto de adoración a Dios y de comunión con Él. Estrictamente hablando, no habría que pedir a Dios sino su contemplación, la Luz del Amor pues, como escribió el poeta Gibrán Jalil Gibrán, “no podemos pedirte algo porque Tú conoces nuestras necesidades antes de que florezcan en nosotros. Tú eres nuestra necesidad y, al darnos más de Ti mismo, te nos das todo.

Oración, comunicación, comunión
¿Cuál es el número telefónico de Dios? ¿Alguien lo sabe? Para comunicarse con Él no es necesario hacer una llamada de “larga distancia” sino, más bien, hacer una oración desde lo más profundo del alma. A diferencia de los humanos, el Todopoderoso siempre está disponible para recibir nuestras llamadas, jamás “suena ocupado” ni hay riesgo alguno de que no conteste. Siempre nos atiende, las veinticuatro horas de todos los días de nuestra vida.

Quienes lamentan hoy el “silencio de Dios” deberían preguntarse si no han marcado un “número equivocado”, lo cual suele ocurrir con muchísima frecuencia, sobre todo cuando el que llama tiene prisa…Por otro lado, las protestas airadas, los reclamos, las peticiones absurdas, las declaraciones quejumbrosas y autocompasivas no dejan escuchar su voz. En medio de tanto ruido como hay a nuestro alrededor, el verdadero problema no es el “silencio de Dios” sino el incesante parloteo de la humanidad o, peor aún, la sordera de hombres y mujeres, de cada uno de nosotros.

Se nos dice que vivimos actualmente la “era de la comunicación, en efecto, nunca antes hubo tal variedad de instrumentos para comunicarnos, sin embargo, cada día es mayor la incomunicación entre los seres humanos; nuestros época, con su maravillosos despliegue de recursos tecnológicos, parece ser una de las más confusas y caóticas de la historia. Esta aparente paradoja obedece a una circunstancia de la que todos, más o menos, estamos conscientes, aunque nadie quiere asumir su parte de responsabilidad en ella: el progreso material desprovisto de un simultáneo perfeccionamiento espiritual se convierte, de manera inevitable, en una ciega y vertiginosa carrera hacia el abismo de la autodestrucción.

Ciertamente, estamos tan saturados de información (por lo general inútil y muchas veces perjudicial) como faltos de verdadera comunicación. Millones de personas en cotidiano ejercicio espiritual que le permite al hombre ubicarse en su propio centro para acceder a un plano superior de la conciencia y, así, entablar comunicación directa con la Suprema Identidad (Dios, Yahvé, Alá, etc).

Tal parece que la mentalidad moderna concibe el acto de orar como algo tedioso e inútil (¿para qué sirve?); como una especie de balbuceo dirigido al vacío o, en el mejor de los casos, como un monólogo que hace las veces de reflexión “dramatizada” sobre los problemas y angustias personales. Según este criterio, orar constituye un hábito “supersticioso” propio de comunidades e individuos ignorantes, cuyas carencias de toda índole les lleva a buscar en la oración un “apoyo psicólogo” frente las dificultades de la vida.

Es verdad que hay quienes rezan sólo con los labios y quienes las plegarias a la manera de un “conjuro” para atraer la “buena suerte”; no faltan los que recurren a la oración con el único fin de conciliar el sueño, algo así como contar borregos; tampoco resulta extraño encontrarse con personas cuyas oraciones son meros formulismos y, por supuesto, abundan quienes solamente hacen oración en un caso de apuro, enfermedad, peligro, etc. Mas todas esas actitudes no restan un ápice al valor de la plegaria porque ésta, conviene recordarlo, no es un acto humano santificado sino un acto divino humanizado, un acto sobrenatural realizado por el Espíritu Santo. No es el hombre sino el Espíritu Santo el auténtico operador; el ser humano sólo es “colaborador”.

La oración constituye en sí misma un milagro, ya que nos permite trascender el tiempo y el espacio para incorporarnos a al comunión de los fieles –vivos y difuntos– ante la presencia de Dios. Mientras oramos no existen barreras ni limitaciones, accedemos a la dimensión de los sagrado donde todo recibe la luz inextinguible del Amor; luz que penetra nuestras almas y las hace partícipes de la Sabiduría por inspiración del Espíritu Santo que se nos revela como fuente de gracia en la palabra, Verbo de salvación y de vida: Cristo glorificado en medio de los ángeles y los santos, cuya voz nos habla desde lo más íntimo de nuestro ser y nos llama a ser uno con Él, cuerpo místico, Iglesia triunfante.

La oración es un milagro que siempre está a nuestro alcance y con ella se nos abren las puertas de la trascendencia: la comunicación directa con Dios. Ya no es un pobre individuo quien reza sino la Iglesia toda, cuyos miembros están en comunión (en unión común) con el cuerpo glorioso de Cristo, resucitado en cada uno y en todos.

Formas y fórmulas de oración
Como ya se dijo, la oración perfecta es aquella que hace posible contemplar la luz divina en un acto de adoración. El orante no pide otra cosa que la unión de su alma con Dios. Es la oración de los santos, la plegaria de cuantos han alcanzado un estado de conciencia superior: el éxtasis* (del griego ek: fuera y stasis: estado), mediante el cual un individuo “sale de sí mismo”, trasciende su individualidad, “muere sin morir”.

Resulta interesante conocer el testimonio de personas que, por sumador perfeccionamiento espiritual, han experimentado en la oración ese “arrebato” o “salida” de su propio ser. Claro está que dicha experiencia es inefable, no hay palabras para describirla, sin embargo, los místicos recurren al lenguaje poético como la única forma de expresión que permite, cuando menos, sugerirla. Tal es el caso de San Juan de la Cruz (1542-1591), considerado el místico por excelencia del catolicismo y uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

He aquí algunos versos donde el santo alude a esa experiencia:
Yo no supe dónde entraba,
Pero cuando allí me vi,
Sin saber dónde me estaba,
Grandes cosas entendí;
No diré lo que sentí,
Que me quedé no sabiendo,
Toda ciencia trascendiendo.

Para cuantos estamos muy lejos de la santidad, el éxtasis místico puede parecernos una “locura” e inclusive desalentar nuestro interés por la oración. Si no podemos elevarnos hasta el arrobamiento extático, la oración nos llevará al énstasis (del griego en: dentro y stasis: estado), es decir, la interiorización en las profundidades de nuestro ser. Hay quienes pretenden alcanzar el éxtasis sin pasar antes por la experiencia del énstasis, algo tan insensato como si alguien quisiera salir de su casa sin haber entrado en ella. La vía del misticismo está reservada para pocos, pues son contados los que perseveran en el largo y difícil camino del ascetismo (del griego ascesis: ejercicio, adiestramiento), no así la oración que sólo requiere de cierta disponibilidad y, claro está, de un acto de fe.

Las fórmulas para orar son incontables pero en cuanto a su intención primordial pueden resumirse en las siguientes: de adoración, de alabanza, de agradecimiento (el que ora no hace petición alguna, se complace en la exaltación de Dios); de contrición, de penitencia, de enmienda (el orante realiza un examen de conciencia, reconoce sus debilidades y se propone, con sinceridad, un cambio de vida); de súplica, de protección, de inspiración (el orante solicita ayuda para un problema específico, busca refugio en la misericordia divina, manifiesta su necesidad de luz); de intercesión, devocional, de ofrenda (el que ora se dirige a Dios por intermedio de la Virgen, de los santos, de los ángeles, rinde culto particular, hace algún tipo de promesa). Evidentemente, muchas veces se combinan y complementan varias de las fórmulas mencionadas.

De manera aún más simplificada, la oración tiene cuatro grandes vías o caminos: de adoración, de agradecimiento, de arrepentimiento, de súplica. Por lo general, nuestras oraciones siguen la última vía, son plegarias, ruegos, peticiones. Desgraciadamente, pocas veces hacemos otra clase de oración.

Por cuanto concierne a la forma de orar, sabemos que puede hacerse individual o colectivamente; en voz alta, con cantos, en ceremonias litúrgicas; silenciosamente, a través de la lectura, con la meditación, el estudio, el trabajo. Recuérdese que Ora et labora (Ora y trabaja) constituye la norma fundamenta de la vida monástica.

También se puede orar con las manos y con todo el cuerpo, procedimiento casi totalmente olvidado por los occidentales quienes, ignorando su propia tradición, suelen buscar tales técnicas en otras religiones, más atraídos por lo “exótico” de las mismas que por una verdadera inquietud espiritual. Cuando las palmas de las manos se juntan una con la otra, lo izquierdo del orante forma cadena con lo derecho, así, el cuerpo queda bien atado y, desde las puntas de los dedos vueltos hacia arriba, se eleva libremente una llama.

Santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden de Predicadores, llamados popularmente “dominicos”, estableció varias “posiciones” para la oración “corporal”: de inclinación, de postración, de genuflexión, de la cruz (con los brazos extendidos horizontalmente), de intercesión (con los brazos levantados verticalmente), de alabanza (con las manos levantadas a la altura de los hombros), de adoración (con las manos juntas a la altura del pecho), de reverencia (con las manos entrelazadas). Por otro lado, durante la celebración de la misa, el oficiante adopta diferentes posiciones conforme al ritual sagrado que ejemplifican la oración del cuerpo.

Sentido y valor de la oración
“Tal como es la persona –escribió Thomas Merton–, así ora”. Nos hacemos como somos, por el modo con que nos dirigimos a Dios. El hombre que nunca ora es aquel que ha tratado de huir de sí mismo porque ha huído de Dios”.

“Una plegaria mal dicha recae sobre quien la dice mal y atrae así la gracia en sentido inverso –advierte Lanza del Vasto– a tal punto que la fórmula hace daño cuando se esperaba de ella el bien. ¿Y no es éste el secreto de nuestros fracasos en el ámbito de la plegaria, ya que nos ha sido prometido que si pedimos se nos dará?”.

“Sólo obtenemos lo que merecemos; obtendríamos infinitamente más si deseáramos menos –señala Henry Miller–. Todo el secreto de la salvación radica en la conversión de la palabra en hecho, conversión que ha de realizar todo nuestro ser”.

San Francisco de Sales (1567-1622), Doctor de la Iglesia, describió analógicamente las distintas actitudes que se adoptan al hacer oración: “Hay quienes al orar, se parecen al avestruz: tienen alas pero no pueden volar. Otros se parecen a las gallinas: vuelan con dificultad, bajo y raras veces. Los hay, finalmente, que parecen a las águilas, palomas y golondrinas: vuelan mucho, alto, rápidas y alegres”.

Jesús nos enseña a orar
Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en los secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes que se las pidáis. Así habéis de orar: Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga tu reino, hágase tu voluntad, como en el cielo así en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y nos pongas en tentación, mas líbranos del mal (Mt. 6, 5-13).

Francisco Castañeda Iturbide
(Misterios, símbolos y devociones. CUMDES, México, 2000, pp. 371-377)

SAN MARCELINO CHAMPAGNAT


Apuntes Biográficos

Abiertamente menospreciado, incomprendido e incluso calumniado en su época, Marcelino Champagnat sufrió también la más penosa y desalentadora prueba entre cuantas puede afrontar un hombre: la traición de quienes pasaban por ser amigos, compañeros de ruta. Tampoco faltarían los que intentaron, y casi lo consiguen, despojarlo de su obra, robarle los frutos obtenidos con el sacrificio de su propia vida. Si hubiese que señalar un solo aspecto para describir al fundador de los Hermanos Maristas, su sello distintivo sería el de una voluntad inquebrantable, no la voluntad de poder sino la voluntad de ser más para mejor servir.

La Familia
Nacido el 20 de mayo de 1789, en Marlhes, departamento de Loira (Francia), José Benito Marcelino fue el menor de nueve hijos, procreados por Juan Bautista Champagnat y María Teresa Chirat. Aunque dedicado a las tareas del campo y el comercio de ganado, su padre tenía una preparación poco habitual en aquellas apartadas regiones, circunstancia que le llevaría a desempeñar diferentes y sucesivos cargos públicos en la comuna de Marlhes, mereciendo el aprecio de sus paisanos por la actitud responsable y mesurada con la que siempre supo conducirse.

Ocho años después de iniciada la Revolución Francesa, Juan Bautista sería elegido Alcalde de Marlhes, lo cual implicaba poner en práctica las disposiciones frecuentemente arbitrarias de una política extremista con marcado acento anticlerical. Sin traicionar sus convicciones, más próximas a un liberalismo provinciano, aquel hombre justo procuró aplicar la ley pero se abstuvo de confundirla con el terror jacobino desatado en las grandes poblaciones. De ahí que, en algún momento de su larga gestión, fuese denunciado ante el Directorio como un “contrarrevolucionario”, acusación cifrada en el hecho de que permitiera el culto religioso entre los habitantes de la comarca bajo su autoridad.

Más grave aún podía considerarse el que hubiese dado asilo, en su propia casa, a una monja de ideas “refractarias” quien, por cierto, era nada menos que su hermana Luisa. A pesar de todo, el apoyo incondicional de sus paisanos impidió que llegasen a prosperar semejantes acusaciones.

Como la tía Luisa tomara a su cargo, en buena medida, la educación del pequeño Marcelino, no puede ignorarse la temprana y, por ellos, acaso decisiva influencia que tuvo esta mujer en el futuro santo. Sus biógrafos, casi de manera unánime por no decir uniforme, tienden a minimizar el hecho como si la sencillez de la monja o su condición de “refugiada” en el hogar del hermano liberal, fuesen argumentos válidos para negarle algún ascendiente de importancia sobre le niño cuando, a juzgar precisamente por las circunstancias mencionadas, todo induce a suponer lo contrario.

Al igual que sus ocho hermanos mayores, Marcelino pasó su niñez y adolescencia en un ambiente rural, vinculado con las tareas propias de la granja familiar: el cultivo de la tierra, la molienda de trigo, el pastoreo, la cría de corderos, el comercio de ganado, rudimentos de construcción, labores todas que aprendió con relativa facilidad y, según se sabe, no le desagradaban. ¿Cómo explicar entonces la repentina determinación de estudiar latín, con miras a ingresar en el seminario, no obstante su tardía educación escolar y las negativas impresiones que recibió del maestro Bartolomé Moine y del coadjutor Laurent?

Probablemente, la tía Luisa no fue capaz de lograr que su sobrino aprendiese a leer pero, sin duda, sembró en él una inclinación hacia la vida religiosa que, contra numerosos y nada despreciables obstáculos, Acabaría por convertirse no tan sólo en firme vocación sino en camino de santidad. Sí, es cierto que el párroco Alirot vaticinó la testarudez de Marcelino por no haber llorado cuando éste lo bautizara; también es verdad que nació bajo el signo de Tauro, cuyas cualidades características son la tenacidad y la fortaleza, pero sería muy aventurado derivar su disposición espiritual de tales rasgos, mismos que bien podrían haberse encauzado de modo muy diferente.

¿Cuál fue la circunstancia específica que no compartió Marcelino con el resto de sus hermanos, además, claro está, de haber sido el menor? La presencia cercana y constante de la tía Luisa, encariñada fervorosamente con el único Champagnat dispuesto a escucharla. De ningún modo quiere decirse con ellos que la monja “fabricara” al santo, ni siquiera que indujese su vocación sacerdotal, sin embargo, se le puede atribuir al menos el haber despertado, en la conciencia de un niño, otras aspiraciones, más allá de una apacible vida campesina. Y no es poco mérito.

Vocación o Destino
En julio de 1801, Napoleón Bonaparte firmó con la Santa Sede el concordato mediante el cual devolvía a Pío VII los estados pontificios que se le habían quitado a su antecesor. Así, una vez suprimida la política represiva y persecutoria fomentada por los líderes revolucionarios contra la Iglesia, ésta hubo de aplicar grandes esfuerzos para la reapertura de sus seminarios y el reclutamiento de jóvenes que desearan consagrarse a la vida sacerdotal, empresa realizada en toda Francia.

Con ese propósito y comisionado por el vicario Courbán, llegó hasta la pequeña población de Marlhes, en 1803, un profesor del Seminario Mayor de Lyon, el abate Linossier, en cuyo recorrido visitaría la granja de la familia Champagnat. Allí tuvo oportunidad de platicar con los hijos de Juan Bautista y María Teresa, excelentes muchachos pero ninguno de ellos interesado en el sacerdocio, salvo el más joven, Marcelino.

Dado que no se conocen los pormenores de la entrevista que sostuviera el abate con Marcelino, suele describirse la escena en términos tan vagos que sorprende la rotunda declaración de Linossier: “Hijo mío, tienes que estudiar latín y hacerte sacerdote”. Pero desconcierta aún más la disponibilidad del muchacho quien, hasta entonces, había demostrado con su habitual franqueza un completo rechazo por el estudio, a la vez que plena identificación con las tareas de la granja familiar, particularmente con la cría y venta de corderos.

Acontecimientos posteriores parecen confirmar que la “repentina” vocación de Marcelino sería desalentada, en reiteradas ocasiones, a causa de sus pobres aptitudes para el estudio, seguramente más notorias dado su considerable rezago escolar pues, a los diez años, no sabía leer ni mucho menos escribir. A propósito de ellos, reviste particular interés la opinión de su cuñado, Benito Arnaud, antiguo seminarista y luego maestro en Saint-Saveur quien, tras haberlo recibido en su escuela con el fin de darle cierta preparación antes de su ingreso al seminario, envió a los padres del muchacho esta inequívoca recomendación:

Vuestro hijo está empeñado en seguir los estudios, pero sería un error permitirle continuar. Carece de dotes para lograrlo. No está hecho para estudios tan largos.

¿Cabría suponer que tan desfavorable juicio del cuñado lo formulaba el antiguo seminarista y no el maestro? Tal vez. De cualquier modo, Marcelino, firme en su determinación de ingresar al seminario de Verriéres, empezó por ser el último de la clase con grandes dificultades para el aprendizaje de latín. En su lugar, cualquier otro habría claudicado; él no lo hizo e inclusive concibió la manera de obtener una mejor y más rápida asimilación de las lecciones, algo así como un ejercicio mental de concentración y memorización, aplicable a todas las asignaturas.

El ingenioso método que, según sus propias palabras, le permitió descubrir “el secreto del latín”, no pudo ser más provechoso pues conseguiría óptimos resultados al término de aquel primer curso y, desde entonces, a lo largo de los siete años restantes que permaneció en Verriéres. A ellos contribuyó también el estímulo de un pacto acordado con varios compañeros: “Finalizar los estudios en el seminario antes que derrotasen a Napoleón.
Señales de identidad
De aquella época se conocen descripciones fidedignas sobre el aspecto físico del joven estudiante: constitución atlética, casi un metro ochenta de estatura, cabello castaño, ojos cafés de singular brillo y fijeza en la mirada, nariz ligeramente aquilina. En cuanto concierne a su personalidad, los testimonios coinciden en resaltar un trato amable, actitud servicial, carácter impetuoso pero invariablemente controlado por una férrea voluntad, algo callado aunque nunca huraño y de natural buen ánimo.

Más que confianza en sí mismo, Marcelino Champagnat denotaba una profunda convicción en su trabajo de apostolado. Quines le conocieron de cerca, no pudieron sustraerse a esa energía vital que irradiaba toda su persona; jamás fue un hombre proclive a los grandes discursos ni gustaba de especular sobre sus proyectos, sin embargo, tenía el don de encontrar las palabras adecuadas en el momento preciso y daba la impresión de anticiparse a los acontecimientos, como si supiera de antemano cuándo y cómo habrían de ocurrir.

A mediados del mes de octubre de 1813, el ejército de Napoleón sufrió una grave derrota en Leipzig. Por entonces, Marcelino Champagnat en Verriéres y se preparaba para ingresar en el seminario mayor de Lyon, donde le aguardaban tres años de formación teológica, interrumpidos durante una breve temporada en 1814, con motivo del agotamiento físico y mental que le obligó a tomar un descanso en Rosey, bajo el cuidado de sus hermanos.

No está de más señalar que la ausencia de sus progenitores, fallecido el padre en 1804 y la madre en 1810, se hizo sentir más durante aquel forzado reposo en la casa familiar, tan llena de recuerdos entrañables. A fin de no dejarse arrastrar por la melancolía, contraria al espíritu combativo y esperanzado del subdiácono Champagnat, quien recibiera las órdenes menores el 6 de enero de 1814, fiesta de la Epifanía, desatendió las indicaciones médicas que le aconsejaban evitar cualquier clase de esfuerzo, entusiasmado con la idea de auxiliar a sus hermanos en las faenas de la granja, labor que vino a darle renovados bríos.

Una huella profunda
Llama poderosamente la atención el hecho de que apenas se sintió capacitado para predicar la palabra de Dios, Champagnat encauzaría su ministerio hacia la catequesis de los niños; preferencia manifiesta de regreso en su tierra, donde tuvo la iniciativa de reunir a los pequeños de las familias vecinas, impulsado por el afán de proporcionarles instrucción religiosa. Desde el primer momento, evidenció una admirable perspicacia pedagógica, echando mano de todos los recursos a su alcance para despertar el interés de los niños y facilitar, mediante amenas ejemplificaciones, la compresión de sus enseñanzas.

Bajo una mirada retrospectiva, se puede advertir cuán profunda huella dejaría en su memoria la ingrata experiencia del ámbito escolar, no sólo por un acceso tardío sino, especialmente, debido a la rudeza de los métodos disciplinarios aplicados y el nulo respeto, ya que no aprecio, por la dignidad humana de los alumnos. Cuando, a sus diez años, se rebeló de manera categórica contra el proceder de un maestro y no quiso volver a la escuela, ya había nacido en el alma de Marcelino esa inquietud que le llevaría, con el paso del tiempo, a forjar un nuevo estilo educativo.

Por otro lado, el desolador panorama de atraso e ignorancia que tuvo ante sí, ya recibida la sólida formación del seminario, añadió a su temprana inconformidad, un sentido evangélico y una dimensión superior que trascendían, por mucho, tanto las necesidades inmediatas de la catequesis como de la alfabetización en un determinado entorno. Semejante desafío no podía enfrentarse de una manera individualista ni circunstancial, demandaba un esfuerzo solidario y permanente que respondiera a las sucesivas generaciones.

Comprendía muy bien –al fin hombre de campo– , que las tareas de siembra y cosecha son dos etapas indispensables de un mismo proceso, cuya cíclica periodicidad estaba vinculada al paso de las estaciones y éstas, más o menos acusadas, más o menos puntuales, reflejaban el ritmo de la naturaleza, el curso de la propia vida. En forma análoga, la existencia de los seres humanos sobre la tierra, su paso fugaz pero maravilloso por este mundo –de camino hacia el otro–, requiere una siembra adecuada, un cultivo vigilante y amoroso que se desarrolle con hondas raíces, florezca en su crecimiento y rinda frutos abundantes.

Claro está, las desagradables impresiones no determinaron, por sí solas, su generosa dedicación a la enseñanza, ni su posterior proyecto de fundar un instituto de educadores; en su caso, la reacción lógica habría sido alejarse definitivamente de todo cuanto le recordara la escuela. Tal viene a ser la diferencia entre un hombre común y otro excepcional: el primero busca cicatrizar sus heridas, el segundo empeña la vida para evitar que otros resulten heridos.

Aquella manzana con la que, en cierta ocasión, Champagnat ejemplificó la redondez del planeta para hacerles ver a sus pequeños alumnos la extensa porción del mismo habitada por quienes desconocían a Jesucristo, también ha mantenido intacta, como la manzana del relato bíblico o la de Newton, la contundente actualidad de su simbolismo.



Muchas puertas por abrir
Ordenado sacerdote el 22 de julio de 1816, se le nombró coadjutor en la parroquia de La Valla, no sin antes refrendar su promesa de consagrarse a la Virgen María y constituir, bajo la advocación de ésta, una sociedad que se dedicara a la enseñanza de niños y jóvenes; proyecto de hermandad fraguado inicialmente con un grupo de compañeros en el seminario mayor de Lyon, entre quienes figuraban los teólogos Colin, Terrallion, Courveille y el propio Champagnat, suscrito luego por todos ellos en la primavera de 1815. A la sombra del santuario de Fourvière y con la presencia del reverendo Cholleton, los miembros de la naciente Sociedad de María sellaron su compromiso.

Mientras maduraba su pedagogía llegaba la oportunidad de poner en marcha los trabajos del magisterio, el coadjutor de La Valla quiso conocer a las casi dos mil personas que conformaban el ámbito parroquial. Con este fin, requirió la valiosa ayuda del sacristán quien, a lo largo de varias jornadas, habría de conducirlo por las agrestes inmediaciones del Pilat donde, enmarcado contrate con la belleza del paisaje, encaró la triste realidad de hombres y mujeres inmersos en la miseria, víctimas del abandono, la ignorancia y el alcoholismo.

Allí, uno más con esa humilde gente, Champagnat inició la silencio pero efectiva labor de servicio que, día con día, le permitió ganarse la confianza, el respeto y la estimación de todos. Ya fuese bajo la lluvia, con sol, en medio de violentas ventiscas, pro caminos fangosos o cubiertos de nieva, apenas transitables, el enjundioso sacerdote no dejaría de acudir al llamado de los enfermos, los ancianos, los moribundos. Muy pronto, gracias a su generosa y entusiasta dedicación, no sólo sería solicitado para los bautizos y la administración de otros sacramentos, sino también para servir de mediador en problemas familiares, conflictos vecinales, disputas de trabajo.

Tan rápida simpatía fue resultado de la enorme popularidad que obtuvo entre los niños pues, recién llegado a La Valla, una de sus primeras iniciativas consistió en organizar la catequesis, cada vez más concurrida no obstante la crudeza del invierno y las dificultades de acceso. Con su peculiar estilo de tratar a los pequeños, felices por saberse y sentirse apreciados, Marcelino alegraba los corazones y despertaba las conciencias en aquel olvidado pueblo del alto Loira. Quien así era capaz de cautivar a los chiquillos y de entusiasmar a los adolescentes, acabó por ganarse el afecto de los mayores.

Si algún resquicio de duda hubiese quedado en su ánimo, con respecto a la idea de fundar un instituto de hermanos dedicados a la enseñanza, dos hechos igualmente significativos vinieron a disipar cualquier posible incertidumbre. Uno de aquellos fue la reunión de varios niños, en pleno invierno y bajo la más completa oscuridad, a las puertas de la casa parroquial. Como el sacerdote los viera por mera casualidad, dado que aún faltaban varias horas para despuntar el alba, no pudo sino invitarlos a que entrasen y, ya resguardados del frío, averiguar los motivos de su insólita presencia. A medias palabras, todavía ateridos por la gélida temperatura, explicaron a un conmovido Champagnat que deseaban asistir a la catequesis.

¿Podía pedirse una más clara y patente demostración de cuánto necesitaban aquellos niños conocer a Jesús y a su Buena Madre? ¿Acaso no había muchos más, cientos, miles de pequeños en toda Francia a la espera de que alguien abriese para ellos las puertas de la evangelización? A partir de entonces, Marcelino se ocupó también de coordinar la asistencia de los niños a la catequesis, de tal suerte que los más grandes acompañaban a los más pequeños y no se dieran, en lo sucesivo, otros casos de “madrugadores” con riesgo de ver quebrantada su salud o inclusive de extraviarse por los desolados y escarpados caminos de la región.

Otra experiencia, mucho más dolorosa, que alentaría con urgencia la realización de sus planes educativos fue la de verse llamado repentinamente a la cabecera de Juan Bautista Montagne, un muchacho de 17 años quien agonizaba sin remedio. Con honda tristeza, Marcelino advirtió que el moribundo ignoraba las más elementales nociones de Dios; había vivido su corta existencia en el más completo abandono y la proximidad de la muerte le hallaba en el peor de los desamparos: sin la esperanza de la resurrección. Un par de horas en íntima y serena conversación hicieron posible que naciera la fe en el joven que moría.

Con la mayor sencillez
Por aquellos días, Champagnat organizó una modesta biblioteca en la casa parroquial, donde la gente pudiera cultivarse poco a poco con la lectura de buenos libros que, hasta entonces, habían sido inaccesibles para los habitantes de la comarca. Esta iniciativa quizá pudo verse, al principio, como una extravagancia del joven sacerdote pues predominaba el analfabetismo, empero dicha circunstancia fue su mayor aliciente, su principal motivación. No sólo tenía en mente celebrar los oficios religiosos y atender las necesidades elementales de sus feligreses – tareas imprescindibles a las que se entregó en alma y cuerpo–, también abrigaba el ferviente anhelo de abrir una escuela, de proporcionar instrucción complementaria de la catequesis.

Consciente, como muy pocos en su época, de que la fe y la cultura debían desarrollarse en forma simultánea con miras al justo equilibrio de la persona y su cabal realización, la pedagogía concebida por Marcelino Champagnat y el estilo educativo que derivó de la misma tuvieron, ya desde el primer momento, esa definida e irrenunciable orientación. De ahí, precisamente, la imperiosa necesidad de crear un instituto que formase maestros capacitados y convencidos para el satisfactorio cumplimiento de ambas exigencias: instruir y educar.

Por muy propicias que pudieran parecer las circunstancias (y estaban muy lejos de serlo); por mucho que se quiera subrayar la conveniencia de aquel proyecto (juzgado como insensato hasta la obcecación), y por más que surgieran entonces vocaciones afines (ganadas a pulso y cuentas gotas), resulta imposible negar el arrojo, la perseverancia y el genio de Champagnat para tomar decisiones, superar los obstáculos y transformar la realidad.

Merced a esa energía incontenible y contagiosa, cuyo sustento era una confianza absoluta en la Providencia, el padre Champagnat atrajo a sus primeros discípulos: Juan María Granjón, un muchacho iletrado que acudió a la parroquia en busca de asistencia sacerdotal para su abuelo enfermo, y Juan Bautista Audrás, quien había intentado unirse a los Hermanos de las Escuelas Cristianas pero no lo consiguió por ser “demasiado” joven.

De inmediato comenzó la intensa preparación de los aspirantes quienes, sobre la marcha, sumaron sus esfuerzos a los del sacerdote para reconstruir y acondicionar una ruinosa vivienda con pajar y un pequeño huerto, aledaña al rectorado de La Valla, cuya adquisición fue posible mediante el préstamo de 1600 francos.

Una vez concluida la fatigosa labor de reparación que abarcó tejados, techumbres, muro y suelo, Marcelino tuvo un gesto que hacía patente su esperanza en el venturoso porvenir de la institución; sirviéndose de una gruesa tabla, bien cortada, grabó a fuego en ella estas palabras: Instituto de los Hermanitos de María, letrero que colocó sobre el dintel de la puerta donde todos pudieran verlo. Así, con la mayor sencillez, nació la primera escuela marista el 2 de enero de 1817.

¡Cuántas veces se repetiría, desde aquella memorable fecha, una escena similar! Y cuántas otras veces, también, se juzgaría como “imprudente” por no decir “ridícula” la ejecución de un proyecto que, a falta de recursos humanos y materiales, parecía destinado al más rotundo fracaso. Aunque razonables, los sombríos pronósticos fallaron y volvieron a fallar pues, en sus cálculos, no consideraban el denodado trabajo comunitario de los Hermanos ni la especial veneración de éstos por María, cuyo nombre adoptara el fundador en prueba de filial confianza.

La inspiración
Pueden discutirse tales o cuales características personales del santo, son bienvenidas todas las aportaciones a favor de su Congregación, no hay impedimento alguno para hacer las modificaciones que los nuevos tiempos exijan, pero nada justificaría el abandono de la devoción a la Virgen: fuente inagotable de bendiciones, núcleo de la vida fraterna, inspiración del quehacer educativo y, como bien lo hizo notar Marcelino Champagnat, recurso ordinario sin el cual los Maristas dejarían de serlo.

¡Cuántas veces se repetiría, desde aquella memorable fecha, una escena similar! Y cuántas otras veces, también, se juzgaría como “imprudente” por no decir “ridícula” la ejecución de un proyecto que, a falta de recursos humanos y materiales, parecía destinado al más rotundo fracaso. Aunque razonables, los sombríos pronósticos fallaron y volvieron a fallar pues, en sus cálculos, no consideraban el denodado trabajo comunitario de los Hermanos ni la especial veneración de éstos por María, cuyo nombre adoptara el fundador en prueba de filial confianza.

La inspiración
Pueden discutirse tales o cuales características personales del santo, son bienvenidas todas las aportaciones a favor de su Congregación, no hay impedimento alguno para hacer las modificaciones que los nuevos tiempos exijan, pero nada justificaría el abandono de la devoción a la Virgen: fuente inagotable de bendiciones, núcleo de la vida fraterna, inspiración del quehacer educativo y, como bien lo hizo notar Marcelino Champagnat, recurso ordinario sin el cual los Maristas dejarían de serlo.

Al consagrar tanto la fundación como el desarrollo del Instituto a su Buena Madre, le dirigió estas palabras que son plegaria y paradigma:

Es tu obra, Tú nos has reunido, no obstante la oposición del mundo, a fin de procurar la gloria de tu divino Hijo. Si nos niegas tu ayuda, pereceremos; nos extinguiremos cual una lámpara sin aceite. Pero si perece, no es nuestra obra la que se pierde sino la tuya, porque Tú has hecho todo entre nosotros. Contamos, pues, contigo, con tu ayuda poderosa; en ella confiaremos siempre.

Asimismo, cabe recordar aquí la emocionada exhortación a los Hermanos cuyo eco resuena hoy como entonces y que es preciso grabar a fuego en todos los corazones:

No os preocupéis por las amenazas y contradicciones del mundo, ni temáis lo más mínimo por vuestro porvenir. María, nuestra Buena Madre, modelo y excelsa Señora, nos ha congregado en torno suyo y no consentirá que nos extraviemos. Con más fidelidad, sigamos honrándola, manifestando que somos verdaderos hijos suyos, imitando sus virtudes. No temamos acudir a Ella demasiado a menudo, pues su bondad y poder no tiene límites, y el tesoro de sus dádivas es inagotable. Redoblemos nuestra confianza en Ella. Recordemos que es nuestro recurso ordinario. Amemos a María, amémosla mucho, amémosla intensamente.

El estilo
En poco tiempo, menos de un año, a los dos primeros discípulos se añadieron cuatro más: Antonio Couturier, Lorenzo Audrás (hermano mayor de Juan Bautista), Bartolomé Badard y Gabriel Rivat. Éste último había sido uno de los pequeños que acudieron al catecismo del padre Champagnat y –¡quién lo diría!–, llegó a ser el primer Superior General del Instituto (con el nombre de Francisco), elegido por votación el 12 de octubre de 1839.

Las directrices de la pedagogía marista, tal como las estableciera el fundador de la institución, fueron bien asimiladas por aquel grupo de jóvenes “instructores”, cuya sencillez, disciplina y jovialidad ganaron rápidas simpatías. Un temprano reconocimiento de sus cualidades provino del señor Alcalde de Saint-Aveur, José Antonio Colom de Gast, ajeno al ámbito de la Iglesia y nada sospechoso de parcialidad. En una carta a su colega de Bourg-Argental, el señor Pleyné, trazó el perfil de los Hermanos Maristas con singular acierto:

Estos profesores conocen perfectamente su oficio y se dedican a él con una entrega total. Me agrada su estilo porque no se limitan a la enseñanza de la lectura, la escritura o la aritmética, también educan a los muchachos en las virtudes cívicas y morales.

Con tan escuetos comentarios no podía darse una mejor descripción de los objetivos que se propuso Marcelino Champagnat ni hacer un mayor elogio del trabajo realizado por sus discípulos. La callada labor iniciada por este joven sacerdote de La Valla empezaba a rendir sus frutos, a pesar de las dudas de varios párrocos y las críticas, no siempre constructivas, de algún eclesiástico. Es cierto, todavía quedaba un camino muy largo y difícil de recorrer, pero ya se habían colocado los firmes cimientos sobre los que habría de levantarse el gran edificio de la educación marista.

Voces contradictorias
Paso a paso, nuevas escuelas fueron surgiendo en diferentes pueblos y aldeas, comunidades de esperanza donde se compartía la fe y predominaba el espíritu fraterno. Mas las dificultades no escasearon pues, como suele ocurrir, los notorios avances logrados despertarían envidias y ambiciones, hipócritamente disimuladas tras ofrecimientos que pretendían pasar por juicios “objetivos”. Así, el párroco Alirot, viejo amigo de la familia Champagnat y quien bautizara a Marcelino, dijo de éste: “Es un hombre falto de experiencia, sin capacidad ni dotes intelectuales”.

Peor aún fue la actitud del vicario Bochard, empeñado en que se fusionara el Instituto con la organización encabezada por el señor Grizard, a pesar de que dicho sujeto se había ganado al expulsión de las filas lasallistas y luego, también, de la propia comunidad marista. Al rechazar tan descabellada sugerencia, Marcelino fue acusado de “testarudez”, “orgullo” y “vanidad”. No menos duras e injustificadas serían las recriminaciones que le hizo el arcipreste Dervieux al fundador: “¿Cómo se atreve a proseguir semejante empresa? ¿No se da cuenta de que está totalmente cegado por la soberbia?”.

En apoyo del trabajo que realizaba Champagnat se dejaron oír otras voces, especialmente la del reverendo Gardatte y la de monseñor Gastón de Pins, arzobispo titular de Amasia y, más tarde, administrador apostólico de la diócesis de Lyon, cuyas palabras de aliento resultarían proféticas: “¡Ojalá Dios multiplique su modesta familia y llegue a cubrir no sólo mi diócesis sino toda Francia!”.

Pero el mejor testimonio de reconocimiento de Marcelino Champagnat y de su obra, no fue la elogiosa argumentación que formulase tal o cual personaje, no estaba ni ha estado nunca en las palabras sino esa modesta familia por él fundada, en cada uno de sus miembros. Efectivamente, son ellos quienes han mostrado ante los ojos del mundo el verdadero rostro del santo, quienes hicieron visible ayer su fiel retrato y quienes hoy deben hacerlo reconocible.

De camino a la montaña
Un pasaje bien conocido en la vida de Champagnat, que refieren casi todos sus biógrafos, es aquél donde el fundador y uno de sus primeros discípulos, Lorenzo Audrás, sostienen reveladora conversación mientras se dirigen al Bessar para visitar a un enfermo. Como ese trayecto por las faldas de la montaña era el itinerario semanal del hermano Lorenzo, quien todos los domingos debía ascender hasta dicha aldea, muy de madrugada, para no descender a La Valla sino hasta el jueves, Champagnat quiso manifestarle que apreciaba mucho su esfuerzo pues debía implicar un gran sacrificio tan largo y penoso recorrido.

Lejos de quejarse o, cuando menos, de formular algún señalamiento razonable sobre las dificultades del camino, Lorenzo, sin darle mucha importancia al asunto, hizo tres admirables comentarios: “Estoy absolutamente convencido de que alguien cuenta todos mis pasos”. “Nunca me he sentido desdichado”. “No cambiaría mi oficio de instructor y catequista por todos los bienes del mundo”.

Emocionado en lo más hondo de su alma, luego de haber escuchado las apreciaciones de aquel joven, Marcelino tomó la resolución de incorporarse plena y definitivamente a la pequeña comunidad de los hermanos, es decir, dejar la casa parroquial de La Valla para dedicarse, de tiempo completo y por el resto de su vida, al Instituto que había fundado. Aunque no lo digan sus biografías, fue el ejemplo de un discípulo la motivación final que impulsó al maestro. Allí, muy cerca de la cima del Pilat, acabó de nacer la Congregación de los Hermanos Maristas.

Vientos adversos
Hacia comienzos del verano de 1825, cuando eran cuarenta y ocho los miembros del Instituto, quedó terminada en su mayor parte la construcción de Nuestra Señora del Hermitage; casa “matriz” de los hermanos que éstos edificaron, piedra por piedra, con Marcelino a la cabeza de los trabajos. Ubicado en el terreno en un valle frondoso donde abundaban los árboles frutales y provisto el inmueble con espacio para 150 residentes, no tardaron en hacerse oír los objeciones burlonas de quienes, como el reverendo Cattet, consideraban la obra un “despilfarro” y su futuro una “ruina”. Nuevamente fallaron los negros augurios, dado que sólo transcurridos ocho años, o sea, en 1833, ya eran cien hermanos, veinte las escuelas y dos mil sus alumnos.

Inaugurada oficialmente el 15 de agosto de 1825, fiesta de la Asunción de María, bendijo la casa el arcipreste de Saint Chamond, Mosén Dervieux, el mismo hombre que poco tiempo atrás acusara de soberbia a Champagnat y estuviese muy cerca de ordenar el cierre de La Valla.

¿Cuál era el secreto de Marcelino? No había tal secreto. ¿Por qué germinan las simientes? ¿Por qué maduran las cosechas? ¡Un milagro! Sí, el milagro de la vida. Ser como levadura en la masa, sal de la tierra, luz del mundo; el milagro de la santidad consiste en darle un nuevo sabor a la existencia, para que todos descubran el gusto de lo eterno en el vivir cotidiano. Con otras palabras –quizá menos poéticas pero no menos inciertas– trabajo constante, esfuerzo tenaz y el “buen combate” del que hablara otro genial empecinado, Pablo de Tarso, para quien la vida es “milicia”.

¡Y con cuántas adversidades habría de luchar Marcelino! No bien lograba abrir una puerta y ya se le cerraba otra. Intempestivamente, apenas inaugurada nuestra Señora del Hermitage, apareció Courveille, antiguo compañero en el Seminario de Lyon, dispuesto a convertirse en Superior General del Instituto porque, según él, suya era la idea de fundar la Sociedad de María y suya el derecho de presidirla. Y no escatimó oportunidades para intrigar entre los hermanos, difundir maliciosos rumores, valerse de influencias y, por supuesto, invocar los “sagrados” principios democráticos.

Más de una vez, Champagnat accedió de buen grado a efectuar una votación con el fin de que los miembros del Instituto eligieran Superior General. Los resultados siempre favorecieron al legítimo fundador. Más de una vez, Courveille aprovechó la ausencia de aquél para reunir a los hermanos y autonombrarse máxima autoridad, sin ganar con ellos un ápice de prestigio ni mucho menos de sincero aprecio. Mientras tanto, extenuado por el trabajo y las preocupaciones, Marcelino enfermó gravemente, eventualidad que el abate acarició como “regalo del cielo”, seguro ya de su inevitable fallecimiento.

Informaciones alagartes acerca de grandes deudas que pesaban sobre la precaria economía del Instituto, así como la prolongada enfermedad de su fundador, hicieron que el abate Courveille convocase de urgencia a los hermanos. Sin rodeos, sabiéndose incapaz de asumir la dirección que tanto ambicionara, declaró entonces su absoluto desinterés por el destino de la obra marista y, temeroso de una quiebra estrepitosa, se deslindó de cualquier responsabilidad, aconsejando a sus azorados oyentes que tomasen las debidas precauciones pues el Superior General ya estaba a punto de morir.

Claudio Farol, uno de los hermanos ahí reunidos, acudió presuroso hasta la habitación del padre Champagnat para comunicarle que el abate Courveille acababa de anunciar su inminente deceso y el fin del Instituto. Fortalecido por la necesidad de hacerse presente en medio de aquella absurda confusión, se levantó de su lecho con la ayuda de Farol y apareció de improviso, ante el asombro de todos, para decir con su habitual serenidad: “Ya véis que no he muerto todavía”.

La última puerta
Algún tiempo después, las aguas volvieron a su cauce: Marcelino Champagnat recobró la salud; las deudas económicas fueron solventadas en su totalidad, para lo cual contribuyó generosamente el reverendo Dervieux, ya convertido en franco admirador de los Hermanos Maristas y, como no podía ser de otra manera, el abate Courveille abandonó la casa del Hermitage junto con sus ambiciones.

Pero amainada la borrasca interior, sobrevino afuera una nueva tempestad: la Revolución de 1830, acompañada de todos los excesos comunes a esa violencia callejera que busca hacer “justicia” mediante la multiplicación de los atropellos, sin privarse de la consabida hostilidad hacia la Iglesia y sus representantes. La recomendación de Champagnat a los hermanos fue muy simple:

No se ocupen para nada de la política…Redoblen el celo en la educación y acuérdense de que María es nuestra Madre y defensora.

Por aquellos días tuvo lugar el episodio, tantas veces recordado en las diversas biografías del santo pero siempre aleccionador, cuando irrumpió un pelotón armado en la casa del Hermitage para cerciorarse de que no se ocultaban allí armas ni un cierto marqués, pues habían surgido sospechas de “complicidad contrarrevolucionaria” que implicaban al Instituto de los Hermanos Maristas. Enterado el padre Champagnat de sus propósitos, no vaciló un segundo en invitarlos a registrar el rincón del edificio, sirviéndoles de guía durante su minucioso recorrido. Casi terminado el mismo, llegaron hasta una habitación cuya puerta se encontraba cerrada con llave y ésta perdida; en tales circunstancias, el jefe del pelotón consideró haber visto ya lo suficiente como para marcharse tranquilos, sin embargo, Marcelino replicó que si no averiguaban lo que había en aquel aposento, persistiría la duda. Solicitó entonces un hacha y, para sorpresa de propios y extraños, derribó a golpes la puerta. Ni armas ni marqués, sólo un pobre jergón, una mesita de noche y una silla de paja.

La solución no fue tan fácil en otras ocasiones, particularmente cuando hubo que obtener la autorización oficial del Gobierno y la Corte para “legalizar” las actividades del Instituto. Mezcladas la burocracia y la política, “todo son dilaciones y problemas” como llegó a decir Champagnat tras medio año de trámites, entrevistas, recomendaciones y viajes a París. En 1838, cumplida una serie de requisitos que más parecía una carrera de obstáculos, el señor Salvandy, Ministro de Instrucción Pública, puso una última condición: restringir el establecimiento de las escuelas maristas a las poblaciones que no excedieran de 1800 habitantes. La respuesta del fundador era previsible:

Limitar nuestra actividad educativa con una cláusula de semejante naturaleza es lo mismo que anularla y matarla… Necesitamos fundar centros escolares en poblaciones grandes.

Champagnat comprendió que su muerte llegaría antes de conseguir la autorización oficial para el Instituto, lo cual no impidió el vigoroso e ininterrumpido desarrollo de éste. Joven aún, pues acababa de cumplir 51 años de edad, aunque deteriorada su fortaleza física por un trabajo abrumador e incesante, Marcelino Champagnat falleció el sábado 6 de junio de 1840. Ese día, se abrió para él una última puerta, no ya bajo el golpe del hacha sino por la obra de la “Patrona”, la Buena Madre, justamente llamada “Puerta del Cielo” (Ianua Coeli), ya que a través de Ella se hace posible el encuentro con Jesús.

Un solo corazón y un mismo espíritu
Al momento de s partida, el Instituto de los Hermanos Maristas contaba con 280 miembros, 48 escuelas en territorio francés y una misión de avanzada en Oceanía. Actualmente, la presencia marista abarca los cinco continentes y sus escuelas existen en más de 70 países, respondiendo así a la consigna del fundador: “Todas las diócesis del mundo entran en nuestros planes”. Cierto, las cifras suelen ser engañosas y el verdadero balance lo aporta otra clase de valoración que no es competencia de los hombres ni será jamás definitivo en esta vida.

Mucho más importante que la expansión del Instituto y, por lo tanto, un mejor criterio para evaluar su trascendencia, es la fidelidad de los hermanos con respecto a esa última exhortación de San Marcelino Champagnat antes de su muerte:

Les suplico con toda mi alma que reine entre ustedes la caridad. Ámense unos a otros. Tengan un solo corazón y un mismo espíritu. Que se pueda decir de ustedes como de los primeros cristianos: “Miren cómo se aman”. Vivan siempre en la presencia de Dios. Sean sencillos. Amen y enseñen a amar a nuestra Buena Madre, María. Sean para los jóvenes, amigos y modelos de conducta. Amen su vocación y sean fieles a ella. Jesús y María les ayudarán. Ésta es mi última voluntad.

El 18 de abril de 1999, un siglo y medio después de su fallecimiento, Marcelino Champagnat fue proclamado santo por el Papa Juan Pablo II.

Francisco Castañeda Iturbide