lunes, 19 de mayo de 2008

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL HOMBRE



Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los grandes enigmas de la condición humana: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y la finalidad de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y la razón del sufrimiento? ¿Cuál es el camino para alcanzar la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte? ¿Cuál es el último misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?


El fenómeno religioso es innegable. Los hombres han buscado siempre dar una respuesta a las preguntas sobre el sentido de la existencia, del dolor y de la muerte, a la espera de una realidad definitiva. Las interpretaciones que se han dado a este hecho son diferentes, pero el hecho en sí mismo se impone como un rasgo fundamental: la religión aparece desde los albores de la humanidad y perdura hasta el presente; se trata de una búsqueda incesante que está enraizada en la condición humana y que se manifiesta a través de múltiples creencias.

Todas las culturas antiguas han expresado esa inquietud religiosa como el reconocimiento de una dimensión sagrada que envuelve al ser humano pero que lo sobrepasa. Se trata de una dimensión interior pero, al mismo tiempo, universal. Incontables manifestaciones lo demuestran: sepulturas, pinturas rupestres, monumentos, mitos, ritos, plegarias, etc. Todos estos signos dan testimonio de múltiples creencias que convergen en las mismas preocupaciones: el origen del mundo y del ser humano, la existencia de poderes superiores, el sentido de lo sagrado, la vida después de la muerte…

Este hecho religioso, fundamental en la conformación de las más diversas culturas, puede apreciarse con la mayor claridad en las grandes civilizaciones del pasado: Mesopotamia, Egipto, Persia, Grecia, Roma, India, China…

La religión nos conduce a la esencia más profunda del ser humano, la cual tiene su fundamento en la trascendencia. La propia identidad del hombre, el sentido último de su existencia y de todo el universo sólo resulta comprensible partiendo de la idea de Dios y profundizando en la relación con Él. La presencia del fenómeno religioso no está limitado a cierto periodo histórico, vale para todas las épocas pues el hombre nunca es dueño absoluto de su vida y ésta, sin el auxilio de la religión, se presenta como algo absurdo.

La experiencia religiosa

El ser humano se manifiesta con la capacidad de interrogarse sobre la grandeza del universo para descubrir el significado que oculta, de cuestionar su relación con los demás en el tiempo y en el espacio de su realidad concreta, y de buscar el sentido de su propia existencia en marcha inevitable hacia la muerte para resolver la incógnita de lo que acontece después de ésta.

Ya se trate del antiguo Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma o el México prehispánico, todas las culturas muestran la existencia de un sistema de creencias y prácticas referidas a la experiencia religiosa del hombre, es decir, a su relación con el Misterio Sagrado. Lo Sagrado es un misterio que involucra al hombre en su totalidad y lo compromete. No es algo que se presente como un problema exterior a él, ni que se pueda medir y reducir a conceptos. Por el contrario, el Misterio Sagrado tiene que ver con el sentido definitivo de la vida humana, afectando la existencia del individuo en lo más profundo de su ser personal. Lo Sagrado es “la realidad totalmente otra”, en base a la cual reciben una nueva significación todas las cosas.

El hombre se encuentra “arrojado al mundo”; no tuvo libertad de escoger o rechazar su existencia, ésta le ha sido regalada. Nadie se da a sí mismo la vida; por sí mismo el hombre no es. De ahí que la pregunta fundamental radica donde el hombre descubre su yo y se le escapa, pues vive su vida amenazada de muerte, conoce mucho pero ignora mucho más, se propone y frecuentemente falla. Entonces toma conciencia de sus límites.

Tal conciencia de las propias limitaciones sólo es posible en la reflexión personal y frente al horizonte de lo infinito, cuando el hombre sabe que es pero no es el Ser sino una creatura, cuya existencia se fundamenta en el Absoluto del cual procede y al cual tiende. El Absoluto es el fundamento primordial en el que está enraizada la existencia humana.

En su vida, el hombre está abierto a las cosas, se encuentra con ellas y entre ellas. Por eso va hacia ellas, pero la relación del hombre con el Absoluto es diferente porque no es parte de nuestro ser ni una cosa en el mundo. No estamos con Él, sino en Él. De manera que “en Él vivimos, nos movemos y somos”. Si el hombre tiende hacia el Absoluto es porque antes procede de Él y es llevado por Él. Lo sepa o lo ignore, lo quiera o lo rechace, el hombre es tendencia al Absoluto que supera a todos los seres del universo y está más allá del ser del mundo.

El ser humano conoce las fuerzas de la materia y del espíritu, las perfecciones de las cosas y de los animales, las cualidades y virtudes de las personas, los valores de la sabiduría, la bondad y la belleza, sin embargo, ve que todas estas perfecciones se dan en los seres de manera limitada. Dicha conciencia del límite no puede provenir de las creaturas mismas, sino de la trascendencia del espíritu humano, que tiene una profunda vivencia primordial del Absoluto. Si el hombre estuviera encerrado en su propia finitud, no podría saber cosa alguna sobre lo que supera sus límites y, además, no podría ser consciente de su limitación. Una cosa es conocida como límite, como deficiencia, sólo en cuanto este límite y esta deficiencia han sido traspasados.

Manifestaciones de la experiencia religiosa

Toda experiencia religiosa, como aceptación del Misterio Sagrado que se revela en la conciencia de los propios límites frente a la realidad del Absoluto, tiene un carácter íntimo, personal, en cuanto que vincula al yo con la dimensión de lo divino pero, a la vez, la experiencia religiosa es un hecho socialmente compartido que reviste las características culturales de una sociedad determinada.

Las manifestaciones más comunes de la experiencia religiosa son el mito y la doctrina. El mito es una narración simbólica que expresa realidades de valor universal; es la respuesta a las preguntas fundamentales que un grupo humano se plantea sobre sus orígenes y su destino. Así, por ejemplo, en el mito cosmogónico de las antiguas culturas orientales se relata la aparición de todo lo existente como resultado de la lucha entre los dioses primordiales, es decir, las fuerzas antagónicas pero complementarias de la luz y de la oscuridad, del cosmos y el caos, de la vida y la muerte.

Por su parte, la doctrina es el conjunto de creencias que articulan el pensamiento religioso, regulan la vida personal y dan cauce armonioso a las acciones mediante el culto. Este último constituye la expresión formal o ritual de la experiencia religiosa, compartida por los integrantes de una comunidad de creyentes, lo que hace posible la unión espiritual.

Resulta incuestionable la universalidad de la experiencia religiosa como un factor esencial en la conformación de todas las culturas y todas las civilizaciones, desde los tiempos más remotos hasta el presente, si bien es cierto que puede hablarse de una depuración en cuanto a la manera de concebir lo sagrado y de aproximarse a esa realidad trascendente. Así, se ha evolucionado del animismo y el fetichismo primitivos, pasando por el chamanismo y el politeísmo, para llegar hasta el monoteísmo.

Animismo: es el estadio más primitivo de la experiencia religiosa, sustentado en la creencia de que todas las cosas están animadas por espíritus benéficos o malignos.
Fetichismo: veneración idolátrica por ciertos objetos (amuletos) a los que se considera habitados por espíritus protectores o vengadores, generalmente las almas de los antepasados.
Totemismo: sistema de creencias basado en elementos de la naturaleza, principalmente animales, que son representados en columnas de madera pintadas (tótems) a las que se venera como protectores de la tribu.
Chamanismo o Shamanismo: forma de religiosidad arcaica que gira alrededor del brujo o chamán, quien mediante hechizos y conjuros sirve de intermediario entre los dioses y el pueblo, asumiendo en estado de trance la condición de algunos animales o de espíritus que se manifiestan en él.
Magia: conjunto de rituales y creencias cuya finalidad es producir fenómenos extraordinarios, mediante la manipulación de las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Politeísmo: creencia en la realidad de muchos dioses, asociados con los fenómenos de la naturaleza y, en una fase más evolucionada, concebidos de acuerdo con un orden jerárquico en el que hay un Dios supremo al que están subordinados todos los demás (henoteísmo).
Panteísmo: más que una religión es una doctrina filosófica, según la cual no hay diferencia entre la divinidad y todo lo existente porque Dios es el alma o el espíritu del universo.
Monoteísmo: doctrina fundamental compartida por todas las religiones que reconocen un solo y único Dios.
Deísmo: doctrina surgida en el siglo XVII pero desarrollada en el XVIII que se opone a las religiones reveladas y se propone como la religión “natural”, sin misterio alguno, cuya divinidad es una mera abstracción de las leyes que rigen el universo.

No es posible hacer una clasificación satisfactoria sobre las manifestaciones de la experiencia religiosa pues existen incontables variantes y combinaciones a lo largo de los siglos, sin perder de vista que, además, cada persona tiene su propia forma de vivir e interpretar dicha experiencia. En la actualidad, el predominio de actitudes individualistas propiciadas por una concepción exclusivamente materialista de la existencia, conforme a la cual todo es relativo y sólo importa “pasarla bien”, el ateísmo pragmático parece ganar terreno día con día, aun cuando no dejan de aparecer continuamente nuevas sectas y diversas formas de religiosidad cuyo denominador común es el sincretismo, es decir, una caprichosa mezcla de creencias donde tienen cabida los más dispares elementos, desde la brujería y los cultos satánicos hasta la tecnolatría y los contactos extraterrestres.

A diferencia del ateísmo “práctico” que simplemente consiste en vivir al margen de toda creencia trascendente, puede decirse que el ateísmo filosófico constituye en realidad una especie de “religión sin Dios”, ya que se sustenta en un acto de fe: creer que Dios no existe. Más acorde con el razonamiento científico, el agnosticismo se declara incompetente para afirmar o negar la existencia de Dios, posición válida en el campo de la ciencia pero que no responde a las cuestiones fundamentales.

Las grandes religiones

Conviene tener presente que muchas de las grandes religiones históricas han desaparecido junto con las culturas y las civilizaciones de las cuales formaron parte, por ejemplo, las religiones correspondientes al antiguo Egipto, Mesopotamia y Persia; en lo que hoy llamamos Europa, las religiones greco-romana, celta, germana, báltica y eslava; en la América prehispánica, las religiones tolteca, náhuatl, maya e inca, por sólo mencionar a las más representativas. Es verdad que algunas de ellas sobreviven, de modo marginal, en pequeños grupos, mientras que otras fueron asimiladas por tradiciones religiosas más poderosas o recientes, pero no puede negarse su irreversible decadencia o su ya definitiva extinción.

Por el contrario, las llamadas religiones tradicionales han persistido durante siglos, como es el caso del hinduísmo, el budismo, el sintoísmo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Más antiguas, las tres primeras son muy diferentes entre sí; no tanto las tres últimas pues comparten un mismo origen y son religiones reveladas, es decir, Dios se manifiesta a través de sus profetas y en la inspiración de la sagrada escritura (Torah, Evangelio y Corán, respectivamente).


Hinduísmo: religión oficial de la India, vinculada al sistema de castas, que tiene como base la tradición védica pero admite una gran pluralidad de dioses con sus respectivos cultos. Entre sus creencias principales se encuentran la reencarnación, el karma (ley universal de causa-efecto) y el dharma (ley interior).
Budismo: aunque surgió en la India con Siddhartha Gautama “el iluminado” (Buda), se propagó mayormente en el extremo Oriente. La esencia de la doctrina budista está contenida en las cuatro “verdades nobles” cuyo cumplimiento permite acceder al nirvana (anulación del yo, fusión con el alma universal).
Sintoísmo: es una religión politeísta, autóctona del Japón, centrada en los ritos purificatorios, una ética social de marcado acento nacionalista y el culto a los antepasados. En su conformación tuvieron gran influencia el taoísmo y el confucianismo.
Judaísmo: religión del pueblo hebreo que se concibe como “elegido” por el único Dios verdadero quien le revela a Moisés, su principal profeta, la Ley (Torah). De carácter profundamente monoteísta, el judaísmo sustenta su fe en una alianza exclusiva con Dios y aguarda la llegada del Mesías o Salvador que establecerá en forma definitiva su reinado.
Cristianismo: tiene su origen en la persona de Cristo, reconocido como el Mesías, Hijo de Dios, cuya muerte en la cruz y posterior resurrección hacen posible la redención del género humano. Su revelación está contenida esencialmente en el Evangelio que anuncia la salvación para todos los hombres.
Islamismo: religión contenida en el Corán, libro revelado al profeta Mahoma por el arcángel Gabriel. Monoteístas fervorosos, creyentes en Alá, los musulmanes tienen cuatro normas básicas: la oración cinco veces al día; el ayuno durante el mes del ramadán; la limosna y el pergrinaje a la Meca por lo menos una vez en la vida.

La desacralización del mundo moderno
Mientras que en el mundo antiguo el ámbito de lo sagrado abarcaba la existencia en su totalidad, ya que el hombre se consideraba una creatura más dentro de la creación divina, a partir del humanismo renacentista se pasó de una visión teocéntrica a una visión antropocéntrica, es decir, situó al hombre como centro y medida de todas las cosas, de tal manera que la religión fue perdiendo gradualmente su importancia como núcleo de la cultura y cimiento de la civilización. Proceso que tuvo su mayor impulso durante el siglo XVIII con la ideología racionalista de la Ilustración y la llamada revolución industrial cuyos avances técnicos trajeron consigo una transformación radical de la sociedad.

Al imponerse el progreso material y no ya el perfeccionamiento espiritual como el objetivo prioritario de la existencia, la religión no sólo pasó a un plano secundario sino que fue cuestionada por las nuevas corrientes de pensamiento, muchas de ellas hostiles a toda creencia en la realidad del espíritu.
Paralelamente, el vertiginoso desarrollo de la ciencia y la consolidación del sistema capitalista favorecieron en el siglo XIX el predominio del materialismo en sus más variadas manifestaciones.

Acorde con esta situación, la filosofía dominante de la época fue el Positivismo, iniciado por el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), quien considera la ciencia empírica o experimental como el único camino hacia la verdad, superadas las etapas mítica y metafísica que, según él, habían mantenido a la humanidad “inmersa en la ignorancia y la superstición”. Por su parte, el sociólogo alemán Karl Marx (1818-1883) sostiene que la religión proyecta al hombre fuera del mundo real para llevarlo a un mundo falso, de tal modo que la religión no es únicamente alienación del individuo sino también instrumento de los capitalistas para mantener oprimidos a los obreros. La religión es “el opio del pueblo”. En medio de todos estos ataques a la religión, el poeta y pensador alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) proclama la “muerte de Dios” como consecuencia del progreso y vislumbra el advenimiento del “superhombre” quien ya no estará sometido a los viejos valores de la moral judeo-cristiana, propia de cobardes y esclavos. Finalmente, el psiquiatra austríaco Sigmund Freud (1856-1939), introductor del método psicoanalítico, describe la religión como una “neurosis obsesiva”, producto de los deseos reprimidos.

Ante el rotundo fracaso de todas esas utopías que prometían la felicidad en el mundo mediante el progreso científico (Comte), la lucha de clases (Marx), la superhumanidad (Nietzsche) o la liberación sexual (Freud), las críticas a la religión fueron disminuyendo hacia finales del siglo XX, sin embargo, el proceso de desacralización emprendido —desde el siglo XVIII— dejó como legado para las nuevas generaciones la incredulidad y la indiferencia, posiblemente aún más perjudiciales puesto que tales actitudes no proponen ya solución alguna.

En la historia del mundo occidental, ciencia y religión son dos perspectivas estrechamente vinculadas pero casi siempre contrapuestas; se trata de dos formas distintas de acercarse a la verdad: la ciencia, desde la razón y la religión, desde la fe. Ambas intentan exponer coherentemente su visión del hombre y de la realidad que lo circunda. En el fondo, sus aspiraciones coinciden pues buscan dar una respuesta a las preguntas esenciales.

LOS VALORES EN UN MUNDO SIN VALORES



Dimensión moral de la existencia humana

Con mucha frecuencia escuchamos decir que “ya no hay valores” o que “los valores están en crisis”. Por lo general, tales expresiones deben entenderse en el sentido de que la sociedad contemporánea vive al margen de ciertos principios o normas de conducta que, tiempo atrás, se consideraban fundamentales para la sana convivencia entre los seres humanos. Más grave aún resulta el hecho de que pareciera no incomodar mayormente a las personas tal “ausencia de valores”, pues predomina un criterio relativista según el cual “cada quien es dueño de su vida y puede hacer con ella lo que quiera”.

Al relativizar los valores, despojándolos de su dimensión objetiva y universal, todo está permitido, cada quien tiene “su verdad” y no debe reconocerse autoridad alguna. Por supuesto, las consecuencias de semejante mentalidad son verdaderamente catastróficas y sólo pueden conducir al más completo caos. Como es fácil comprobar, ninguna civilización ha logrado sobrevivir en tales circunstancias; cuando se rechazan o ignoran los valores que confieren su sentido trascendente a la existencia, reducida ésta a la simple búsqueda del bienestar individualista o grupal, la sociedad entra en un acelerado proceso de autodestrucción.

Queda patente, a lo largo de la historia, la imposibilidad de mantener un orden social donde ha desaparecido todo marco de referencia para la conducta de los individuos que conforman una comunidad. Pero también resulta claro y todavía más importante, que la propia persona es inseparable de su identificación con ciertos valores a los cuales debe su dignidad, empezando por el valor de la vida.

En el mundo actual, el término valor hace alusión primordialmente al precio de un producto o de una mercancía, sin embargo, en un sentido más amplio está vinculado a la idea de selección y preferencia, lo cual no siempre significa que algo tiene valor porque es preferido ni que algo es preferido porque tiene valor. Hay quienes consideran que los valores son meras invenciones humanas, mientras otros están convencidos de su realidad objetiva, más allá y por encima de nosotros.

Solamente el ser humano es capaz de reconocer los valores; es la única especie sobre la tierra que aprecia y experimenta la verdad, la bondad, la belleza. Así pues, el sentido más profundo de la noción de valor es de carácter moral y pertenece a la esfera de la condición humana, no en cuanto que produce cosas sino en cuanto que define al hombre y hace posible su realización.
El valor moral tiene, como todo otro valor, un aspecto objetivo (la acción concreta y exterior) y otro aspecto subjetivo (la buena o la mala voluntad de dicha acción), pero lo específico del valor moral viene dado por la libertad, la intencionalidad y la responsabilidad del hombre, por ello, el valor moral se justifica en sí mismo, está presente en todos los demás valores y hace posible la realización personal con un sentido orientador de la vida humana.

La conciencia moral

La conciencia moral es el juicio interior que el hombre realiza sobre una determinada acción, antes o después de llevarla a cabo. El hombre experimenta una llamada profunda que le indica cómo debe actuar y origina un sentimiento de gozo o remordimiento posterior, según haya sido su decisión.

La génesis de la conciencia moral es dinámica y en ella intervienen factores psicológicos, sociales, educativos, etc., que determinan los distintos tipos de conciencia, así como también anomalías y desviaciones patológicas en la misma.

Desde la conciencia, cuando está debidamente formada, el hombre decide libremente el cumplimiento de las normas que le permiten encarnar los valores que confieren sentido a su vida. Y si esos valores, alguna vez, entran en conflicto entre sí, será también la conciencia la que se encargue de discernir lo más conveniente. Se entiende con ello que la moralidad está sustentada en la conciencia y que el sentido de ésta no es tanto el cumplimiento de la norma sino el optar por la mejor decisión entre muchas posibles.

Esta opción fundamental que brota del corazón del hombre, como núcleo de su personalidad, condiciona todos los demás actos y, por lo tanto, no debe confundirse con la elección de objetos o con necesidades secundarias o particulares. No todos los actos son iguales, ni revisten la misma importancia en la vida del ser humano: un acto es considerado moral cuando la persona es responsable del mismo, porque lo realiza con pleno conocimiento y libremente.

Consideradas las dimensiones objetiva (norma) y subjetiva (conciencia) del comportamiento moral, cabe reconocer que exige un fino espíritu de discernimiento (capacidad de juicio) tanto para asumir responsabilidades como también para rechazar culpabilidades inexistentes.

La moral, como exigencia y meta de nuestro propio ser, constituye algo permanente y universal, inherente a la estructura del ser humano, algo que no puede entrar en crisis, sin embargo, en el mundo actual nadie parece escuchar a quienes proclaman el profundo sentido de la vida, a los que buscan establecer normas para la convivencia, a los que señalan los límites entre lo justo y lo injusto, a quienes se atreven a diferenciar lo bueno de lo malo. Tal oscurecimiento de la conciencia moral pone de manifiesto las distintas interpretaciones sobre la vida, las muy diversas explicaciones acerca de la realidad social y política, la enorme diferencia que puede darse al juzgar la sociedad en la que vivimos, e incluso, las frecuentes contradicciones en las que incurrimos al actuar en privado y en público.

Y es que la moral no es una ciencia abstracta sino la experiencia concreta de cada cultura y de cada pueblo; tiende a formular en normas históricas el contenido de autoafirmación que cada persona y cada sociedad hace de sí misma. Y como la vida individual y comunitaria de los pueblos es, en cierto grado, diversa, también resulta diversa su interpretación de la moralidad, lo cual explica la existencia de diferentes sistemas o modelos de moral y, asimismo, su constante evolución.

Elemento intrínseco del valor moral

Por todo lo anterior, el problema que plantea la fundamentación de la moralidad, o sea, establecer cuál es el valor supremo dentro del orden moral (su elemento constitutivo intrínseco), reviste capital importancia pues define a los distintos sistemas morales. Así, por citar sólo algunos, han sido considerados como el valor supremo:

—El deber
—El placer
—La felicidad
—La utilidad
—La libertad

A través de ese valor considerado como supremo se organiza todo el universo objetivo de la moralidad, pues expresa la manera de entender y resolver el problema de la jerarquización de los valores dentro de un sistema determinado.

El valor supremo de la ética cristiana reside en la persona de Cristo, revelación plena del amor de Dios que se extiende a todos los hombres y encuentra su máxima expresión en la vivencia del mandamiento del amor, en el cual se resume toda la ley (Rm 13, 10).

La novedad que Cristo aporta no radica en los contenidos (éstos pueden ser parecidos a los de cualquier otra ética), sino en la profundidad que le da a la forma de vivirlos. Guiado por el Espíritu, siguiendo los pasos de Cristo, el creyente camina hacia la casa del Padre, construyendo en este mundo el Reino de Dios, reino de paz, justicia y amor, que alcanzará su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo «sea todo en todas las cosas» (Col 1, 15ss).

La vida cristiana en la fe, la esperanza y el amor trasciende el plano del orden humano porque exige aceptar una dimensión de la realidad que no puede conocerse sin la revelación. Sólo desde la fe pueden vislumbrarse los misterios de la persona de Cristo en el Dios uno y trino. Hay, pues, misterios de fe pero las normas de acción que se derivan de esos misterios son perfectamente comprensibles.

Una mirada retrospectiva sobre el comportamiento ético de las primeras comunidades cristianas permite ver cómo los Apóstoles trataron de guiarse, ante todo, por la conducta y las palabras de Jesús. La constante referencia al ejemplo del Señor determina una escala de valores y una actitud fundamental que, a su vez, implican un comportamiento individual y colectivo.

Los valores a la luz del Evangelio

La fe en la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo constituye el fundamento y el sentido de la realización ética de la libertad. La evocación de lo que Dios hizo y sigue haciendo por Cristo en la humanidad, señala el motivo y la finalidad de la vida moral de los cristianos. Ésta exige una opción fundamental, la conversión, una vida nueva que surge con la gracia obtenida por los méritos del sacrificio de Cristo en la cruz.

En el Nuevo Testamento, punto culminante de la revelación bíblica, Dios se hace presente a todos los hombres en Jesús de Nazaret, en su forma de vida, en sus palabras, en su muerte y, principalmente, en su resurrección. De ahí que para quienes creen en Cristo lo específicamente cristiano es imitar la vida de Jesús y descubrir en ella el valor de la propia existencia.

Esta opción radical por Dios en el espíritu de Cristo, que debe vivirse con fe, esperanza y amor, constituye el núcleo de la ética cristiana. La nueva existencia «en Cristo» da a la vida humana una orientación definitiva con la cual alcanza verdaderamente su plenitud y, por ello, la vida es una acción de gracias: eucaristía.

Frente a un mundo donde los valores son menospreciados, deformados o abiertamente negados, la Buena Nueva de la salvación recupera para la humanidad el sentido trascendente de la existencia, por encima de modas, supuestas soluciones políticas y avances científicos, puesto que solamente Cristo es «camino, verdad y vida».

La virtud hoy

Resulta ingenuo y además arrogante creer que la época en la cual se vive es completamente distinta de las precedentes y que ya se han superado todos los problemas del pasado, sin embargo, cada día son más quienes se dejan engañar por esta falacia, convencidos de que la época actual no sólo es distinta de las anteriores sino también “superior” a todas ellas. Podría decirse que está “de moda” aceptar que todo cambio, por sí solo, que toda novedad, por sí misma, constituyen necesariamente un avance, una mejoría.

Más peligroso todavía que esta fe ciega en el “progreso” es el identificar la realidad histórica-sociológica de una idea con su validez y verdad, ya que adultera la esencia de la verdad y de los valores. El hecho de que una determinada mentalidad tenga la aceptación mayoritaria en cierto momento, o que en una época predominen ciertas tendencias, no dice lo más mínimo sobre la verdad o la falsedad de esa forma de pensar ni sobre el valor y la legitimidad de tales patrones de conducta.

Si hay algo que la historia demuestra, con toda claridad, es que los seres humanos se dejan contagiar muy fácilmente por los errores de su tiempo. Esta actitud de fascinación por lo “novedoso” —ya se trate de una idea o de una moda— no es algo que deba aceptarse como “inevitable” ni proporciona dignidad alguna a quien la adopta; no hace menos erróneo el error, ni menos falsa la falsedad, ni válido lo que objetivamente carece de valor.

El dejarse “llevar por la corriente” equivale a renunciar a la libertad personal del espíritu: es un dejarse arrastrar por las corrientes de la época, entregarse con docilidad y hasta con gusto a la manipulación. Actitud muy contraria es la de quien se mantiene siempre alerta, dueño de sí mismo, capaz de percibir los “signos de los tiempos” y de interpretarlos a la luz de las verdades y de los valores eternos. Tal actitud de reflexión, que conlleva un fortalecimiento de la voluntad, es lo que para los cristianos significa la siempre renovada conversión.

Mientras la corriente actual contenga en sí algo objetivamente válido, debe aceptarse porque es bueno y verdadero en sí mismo, no por el hecho de ser “actual”. Se trata, por consiguiente y ante todo, de saber distinguir estas dos actitudes radicalmente opuestas: la de quienes aceptan todas las corrientes dominantes en su época —sin la menor resistencia—, y la de quienes sólo aceptan aquello que —en conciencia— aprueban por su validez.
Existe el riesgo, muy generalizado en nuestro tiempo, de ver lo moral bajo el prisma de una luz condicionada por la costumbre: el “cambio de valores” se considera como necesario para “sobrevivir” y, con este criterio, se quiere justificar la contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace, de tal manera que el valor de una virtud depende de su conveniencia. Pero, quiérase o no, moralidad y responsabilidad van inseparablemente unidas y, con la responsabilidad, la libertad.

Una evidencia contundente sobre el predominio de este relativismo moral en el mundo de hoy, la constituye el hecho de que se consideren más importantes ciertos valores naturales que los propiamente morales e incluso que los sobrenaturales.

Los valores morales tienen primacía sobre los valores naturales; por encima de la inteligencia, la vitalidad y la fortaleza, están la bondad, la honradez y la justicia. Esto ya era reconocido por los grandes filósofos de la antigüedad, como Sócrates y Platón, quienes afirmaron que es mejor sufrir una injusticia que hacerla, así como la maldad es peor que la ignorancia, la enfermedad y la muerte.

Los valores morales son siempre personales. Sólo pueden darse en el hombre y ser realizados por éste. Un objeto material, como un auto o una casa, no puede ser moralmente bueno o malo; así como tampoco puede serlo un perro o un árbol. Únicamente el hombre, como ser libre y responsable en su actividad y en su conducta, en su voluntad y en sus intenciones, en su pensamiento y en sus sentimientos, puede ser moralmente bueno o malo. Por eso, más importante aún que toda producción de bienes, así sean culturales o científicos, es el mismo ser del hombre, la persona iluminada por los valores morales.

Cuando alguien permanece ciego ante los valores morales de una persona; cuando alguien no distingue el valor —cimentado en la verdad— del no-valor —anclado en el error—; cuando alguien no comprende el valor de una vida humana o el no-valor de una injusticia, es incapaz de ser moralmente bueno. En la medida en que todo el interés de un ser humano se reduce a considerar si algo le satisface o no, si le resulta placentero o no, si le parece divertido o no, en vez de preguntarse si tiene sentido en sí mismo, si es bello y bueno, si es valioso, en esa medida no hay posibilidad alguna de ser moralmente bueno.

Dietrich von Hildebrand. Santidad y virtud en el mundo. RIALP, col. Patmos 144, Madrid, 1972.

LA IGESIA CATÓLICA



El catolicismo es una forma del cristianismo que se presenta a sí misma como una institución visible, la cual prosigue en la historia la obra de Jesucristo. Se distingue de otras iglesias y confesiones cristianas por la unidad que ha conseguido establecer alrededor de los obispos, sucesores de los Apóstoles, y de uno de ellos en particular, a quien se le llama Papa, sucesor del apóstol Pedro. Esta forma del cristianismo se dice católica —es decir, “capaz de extenderse por toda la Tierra”— porque proclama la salvación eterna en Jesucristo mediante la participación en los sacramentos de la Iglesia.

La permanencia y continuidad de la Iglesia Católica durante más de dos mil años, ha sido resultado de su capacidad para adaptarse sin dejar de ser la misma, para conservar su vigor sin quedar estática, para asimilar la multiplicidad de culturas sin diluirse en ellas, para renovarse de acuerdo con cada época pero preservando su esencia; para conciliar, en suma, el dinamismo de la humanidad y la fidelidad al pasado. Por todas estas características, se trata de una institución única, excepcional, que no tiene equivalente alguno desde hace veintiún siglos.

Por otro lado, no se puede ignorar que como consecuencia de esta prolongada y, en ocasiones, trágica historia, en la cual no han faltado tropiezos y caídas, la Iglesia Católica ha suscitado tanta devoción y tanto respeto como críticas feroces y un desprecio muchas veces transformado en odio mortal. En virtud de su pretensión de durar tanto como la historia planetaria y en exclusiva representación de la verdad plena, el catolicismo es objeto de ataques incesantes e incluso de persecuciones sangrientas.

En la actualidad, suele tenerse la impresión de que la Iglesia ha sido rebasada en su doctrina, de hallarse estancada en una teología demasiado dogmática, de haberse dejado arrastrar por un afán de dominación ligado a una moral anticuada y excesivamente jurídica que por conservar la letra se olvida del espíritu. Nadie niega su permanencia, pero luego del cisma oriental y de la reforma protestante, la universalidad de la Iglesia se restringió; ni la India, ni China, ni Japón han sido convertidos al catolicismo. Por añadidura, los protestantes acusan al catolicismo de haber sido infiel al Evangelio y a la Iglesia de los primeros tiempos.

En medio de estos marcados contrastes, cabe reconocer que la esencia de la Iglesia es la de ser una estructura inscrita en la historia y, desde la perspectiva de la fe, constituye un misterio, una compleja realidad espiritual más allá de todas las explicaciones.

Resulta evidente que el catolicismo es una doctrina, rinde un culto y tiene una organización. En consecuencia, es a la vez una escuela, un templo y una comunidad. Toda autoridad en ella es a la vez doctoral, sacerdotal y pastoral. Podría decirse entonces que es una verdad, una vida y un camino. Quien no tenga en cuenta esta triple dimensión, jamás comprenderá íntegramente la realidad de la Iglesia Católica.

La enunciación de la fe
Los primeros cristianos sintieron la necesidad de resumir en fórmulas sus creencias, tal como se muestra ya desde las Epístolas de San Pablo. La primera de tales formulaciones, denominada Credo de los Apóstoles, gira en torno del misterio fundamental de la Trinidad, es decir, la existencia de un solo y único Dios en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sin embargo, no tardaron en aparecer desviaciones que hicieron indispensable reunirse en asambleas denominadas concilios, cuyo propósito fundamental fue definir el dogma y depurar su contenido de interpretaciones que pudieran alterarlo.

La formulación dogmática más reciente corresponde a la declaración de la Asunción de la Virgen María, efectuada por el Papa Pío XII en 1950. Téngase presente que la formulación de un dogma es el reconocimiento formal y definitivo de una verdad aceptada desde siempre por la comunidad. Es por ello que la Iglesia se presenta como guardián de la fe.

«Uno solo es vuestro Maestro: Cristo.» Esta frase del Evangelio conserva en la Iglesia todo su valor, pues a nadie le está permitido enseñar si no lo hace en nombre de Cristo, ni puede enseñar otra cosa que la verdad revelada, cuya raíz y fundamentación es el mismo Cristo. De ahí que la misión primordial de la Iglesia es conservar y exponer este depósito de la fe y, por consiguiente, nada de cuanto la Iglesia presenta como dogma es nuevo; nada se puede añadir a la revelación porque la verdad del Señor permanece para siempre. No obstante, se da un avance continuo en el conocimiento de la revelación, su sentido se va esclareciendo paulatinamente a través de la historia y se va profundizando, cada vez más, en el conocimiento de la relación de unas verdades con otras.

Por lo anterior, se entiende que el Magisterio (enseñanza) de la Iglesia consiste en recoger y establecer el contenido de las verdades reveladas mediante una definición precisa. Así también se explica el desarrollo doctrinal dentro de la Iglesia, desde la aplicación del mandato de evangelizar y bautizar a todas las naciones hasta la proclamación formal de la Trinidad; desde la fe en la Encarnación hasta la distinción de las dos naturalezas en la persona de Cristo (humana y divina); desde el «tomad y comed» hasta la doctrina de la transubstanciación (pan: cuerpo; vino: sangre).

Las fuentes de la verdad revelada son la Sagrada Escritura y la Tradición. Ambas constituyen el genuino patrimonio de la Iglesia. Como palabra inspirada por el Espíritu Santo, la Escritura es el depósito del cual extrae sus enseñanzas el Magisterio. Cristo, que explicó a los discípulos de Emaús la Escritura mientras iban de camino, continúa explicándola hoy a todos cuantos creen en su Iglesia. Ciertamente, la Sagrada Escritura también es algo maravilloso para quienes están al margen de la Iglesia, pero estos lectores se parecen a aquel tesorero de la reina de Etiopía que preguntó al apóstol Felipe: «¿Cómo voy a entender lo que leo si nadie me lo explica?» (Hch. 8, 31). Siempre que se lee la Biblia es necesaria la asistencia del Espíritu Santo, pero dicha asistencia no se comunica al lector de manera directa e inmediata sino por conducto de la Tradición, acumulada al paso de los siglos como resultado del estudio, la reflexión y la experiencia de la fe.

La Tradición de la Iglesia incluye tanto una enseñanza oral, transmitida de generación en generación, así como una enseñanza escrita recopilada a lo largo de la historia, por ejemplo, el muy antiguo Credo de los Apóstoles en doce artículos; el Credo de Nicea, más extenso que el apostólico; el Símbolo atanasiano que contiene la enseñanza acerca de la doctrina trinitaria; los numerosos escritos patrísticos, griegos y latinos (de los llamados Padres de la Iglesia); los estudios teológicos de los Doctores; las actas de los concilios; los tratados litúrgicos. No todos estos documentos tienen la misma importancia pero todos contribuyen a hacer más comprensible el mensaje bíblico. Los obispos, fieles a la Tradición conformada durante dos milenios, interpretan y enseñan el conjunto de la Sagrada Escritura pues, como afirma el Concilio Vaticano II, “la Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin.”

A partir de todos estos testimonios y de las circunstancias propias de cada época, la Iglesia Católica ha consolidado su doctrina. Así, en un primer periodo, durante el cual atravesó por su etapa griega, fijó y precisó el contenido de la revelación referente al misterio de Dios, y posteriormente al de Cristo. Con San Agustín (en la que sería ya la etapa latina occidental), definió la relación de Cristo con el hombre y el don de la gracia. En la Edad Media impulsó el desarrollo del culto a la Virgen. En el siglo XVI, con motivo del cisma provocado por la reforma protestante, determinó la identidad de la propia Iglesia y profundizó en la noción de sacramento. En los tiempos modernos y hasta la crisis del presente se ha ocupado de revitalizar la fe y definir su presencia en el mundo. Sin embargo, esta dinámica no concluirá jamás mientras la humanidad prosiga su camino hacia Dios.




¿Infalibilidad?

Un desconocimiento generalizado con respecto al carácter de infalibilidad que la Iglesia Católica sostiene, ha sido causa de tergiversaciones y exageraciones como la de suponer que el Pontífice es infalible en todo cuanto dice y lleva a cabo. La Iglesia siempre ha creído que está preservada por Dios de toda posibilidad de error en sus enseñanzas definitivas en materia de fe: «la doctrina que Dios ha revelado no ha sido propuesta como un descubrimiento filosófico que el talento humano ha de perfeccionar, sino que ha sido confiada como un depósito divino a la Iglesia para que lo guarde fielmente e infaliblemente lo interprete». Dicha infalibilidad reside en el Papa, personalmente; en un Concilio Ecuménico, sujeto a la confirmación papal y en los obispos de la Iglesia, cuando enseñan en unión con el Papa.

La infalibilidad no implica inspiración o una “nueva” revelación; la Iglesia no puede enseñar una doctrina “novedosa”, sino sólo «guardar y exponer fielmente» el depósito original de la fe con todas sus verdades, explícitas e implícitas. Nótese que esta infalibilidad se refiere únicamente a las enseñanzas concernientes a la fe y sólo cuando el Papa habla ex cathedra, es decir, cuando en su calidad de pastor y maestro —en virtud de su autoridad apostólica, como sucesor de San Pedro— define una doctrina de fe que ha de ser mantenida por toda la Iglesia.

Por supuesto que esta infalibilidad no dispensa en modo alguno de la necesidad de estudiar y aprender; la sabiduría del Pontífice Romano no ha sido infundida en él por Dios, la adquiere como cualquier otro ser humano, pero es asistido por el Espíritu Santo de manera que no ejerza su autoridad suprema para inducir a la Iglesia a errores.

Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será atado en los cielos (Mt. 16, 18-19).

La formulación dogmática de la infalibilidad papal se hizo precisamente con el fin de aclarar en qué consiste y reafirmar su fundamentación evangélica. Fue el Papa Pío IX, cuyo pontificado abarcó de 1846 a 1878, quien definió el dogma el 18 de julio de 1870 como resultado de las sesiones efectuadas durante el Concilio Vaticano I, al que había convocado un año antes el mismo Pontífice.




El mensaje

Jesucristo dijo a sus Apóstoles antes de su Ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, y enseñad a toda la gente, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt. 28, 18-20). Asimismo, Jesucristo recomendó a sus discípulos «que se predicase en su nombre a todas las naciones la penitencia para la remisión de los pecados» (Lc. 24, 47). Esta divulgación del mensaje de Cristo entre los pueblos paganos se ha venido realizando desde la Ascensión de Jesús a los cielos, y se realizará hasta que venga por segunda vez a juzgar a vivos y muertos. Entre estas dos fechas, la Ascensión y la Parusía, se desarrolla la historia de la salvación en cuyo transcurso la Iglesia es la propagadora del mensaje del Reino de Dios.

Cristo no sólo les dijo a los Apóstoles «Id a predicar por todo el mundo» sino también: «Yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto» (Lc. 24, 49). Siguiendo estas indicaciones, permanecieron en Jerusalén hasta que descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Conforme a esto, los Apóstoles iniciaron su labor evangélica en Jerusalén. Varios miles de personas fueron bautizadas y entraron a formar parte —con los Apóstoles y discípulos— de la primera comunidad cristiana.

Pero los dirigentes del pueblo judío rechazaron el mensaje de Cristo, el Resucitado. Por eso, del pueblo que fue llamado primero a participar de los frutos de la Redención de Cristo, sólo una parte se incorporó a la naciente Iglesia; de ahí que Pablo y Bernabé, los primeros apóstoles en anunciar a los paganos la Buena Nueva de la Salvación, dijeron a los judíos de Antioquía estas palabras: «A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los gentiles» (Hch. 13, 46).
Por su parte, Pedro, cabeza de los Apóstoles, impulsado por la conversión de Cornelio, un capitán romano, hubo de aceptar que Dios también llamaba a los paganos a la Salvación: «Ahora reconozco que no hay en Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia le es acepto» (Hch. 10, 34-35). El libro de los Hechos de los Apóstoles, que narra el crecimiento de la Iglesia durante las primeras décadas de su existencia, refiere la drástica transformación de Saulo —antes, acérrimo enemigo de los cristianos— en el más decidido y valeroso de los apóstoles, luego de haber sido derribado de su caballo cuando iba de camino a Damasco: «Al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y la voz respondió: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch. 9, 4-5).

Convencidos de la universalidad del mensaje de Cristo, tanto Pedro como Pablo marcharon a la ciudad de Roma, por entonces la capital del mundo y centro del paganismo. En esta “Babilonia”, Pedro presidió la comunidad de los cristianos y, al igual que Pablo (Saulo), murió dando testimonio de su fe con el martirio. Así, después de haber anunciado el mensaje de Cristo en Jerusalén, Judea y Samaria, la Iglesia encontró su centro de irradiación para todo el mundo: Roma.

A lo largo de tres siglos la Iglesia fue penetrando en el ámbito del poderoso Imperio Romano, creció en medio de terribles persecuciones y su fe llegó a ser, al fin, la única religión reconocida por el Estado. Durante aquella época, la Iglesia se fortaleció interior y exteriormente pero no sin afrontar grandes dificultades y el caótico proceso que trajo consigo la decadencia del Imperio, recién iniciada cuando los Apóstoles empezaron a predicar el Evangelio.

Transcurridos dos milenios desde el primer anuncio de la Buena Nueva, lo que sucedió milagrosamente el día de Pentecostés, cuando cada persona pudo escuchar a los Apóstoles en su propio idioma, se viene haciendo realidad en todo el mundo mediante el trabajo misionero y evangelizador de la Iglesia.

El culto

La Iglesia ha celebrado siempre sobre sus altares el sacrificio redentor de Jesucristo y, con ello, ha transmitido al mundo la salvación que de ese sacrificio dimana. Cristo mismo dispuso que su sacrificio en la cruz se perpetuara a través de todas las generaciones, como recuerdo suyo y como rito de adoración en espíritu y en verdad. Tanto en las tres primeras versiones del Evangelio (Sinópticos) como en la primera epístola a los corintios, se relata la institución de este rito durante la cena pascual celebrada por Jesús con sus discípulos.

Cristo vio aquella noche memorable la multitud de los que habrían de creer en Él y los frutos de su sacrificio. Vio también cómo su humanidad crucificada y glorificada sería el único camino para ir a Dios, y cómo no habría otro medio de participar en la vida divina que por la incorporación a su muerte y su resurrección. Para adecuar a nuestra humana naturaleza su sacrificio, Jesús eligió las sencillas especies de pan y vino que, en virtud de las palabras pronunciadas por Él y repetidas por cada sacerdote en la consagración, constituyen verdaderamente su cuerpo y su sangre. Y así como los Apóstoles comieron y bebieron por vez primera del cuerpo y la sangre de Cristo, todos los cristianos participan igualmente de estos alimentos de salvación.

A este misterio se le han dado muy diversos nombres, siendo uno de los más antiguos el de fracción del pan, que hace alusión a la señal con que Jesús se dio a conocer a los discípulos de Emaús. La denominación más aceptada —universalmente— es la de Eucaristía, o sea, acción de gracias, pues expresa muy bien el sentido del rito. Pero desde el siglo IV, la palabra que se emplea con mayor frecuencia es el de Missa, que significa despedida, recordando el tránsito de la muerte a la resurrección anunciado por Jesús en la Última Cena. Este término latino pudo haberse derivado de la despedida de los catecúmenos —antes del ofertorio— y de todos los fieles al final de la liturgia eucarística (ite missa est).

Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia celebra el memorial del Señor el primer día de la semana (domingo), pues en él tuvo lugar la nueva creación, es decir, la Resurrección de Cristo, si bien es cierto que la fiesta reúne un triple misterio de luz: la revelación del Padre por la creación de la luz, la victoria del Hijo sobre el poder de las tinieblas y la iluminación interior por obra del Espíritu Santo en Pentecostés.

Transcurridos los primeros siglos del cristianismo, el culto litúrgico se fue desarrollando paralelamente al ciclo del año solar, de manera que la sucesión de las estaciones tiene su equivalente sagrado, por así decirlo, en la Historia de la Salvación cuyo punto culminante es la fiesta de la Pascua de Resurrección, cuando se conmemora el triunfo de Cristo y la transformación de todas las cosas en Él.

Dentro del marco de los ritos instituidos por la Iglesia Católica para vivir y expresar su fe, revisten especial importancia los sacramentos mediante los cuales esa fe es constantemente reactualizada. Los sacramentos son ritos que incorporan expresiones simbólicas de la vida cotidiana; hacen visibles las acciones de Dios en un mundo que necesita ser salvado, liberado; purifican, confortan, comprometen, facilitan el encuentro con Dios; descubren la significación y el valor de las experiencias que conforman la existencia: nacimiento, alimento, crecimiento, perdón, servicio, amor y muerte. Aunque involucran a cada persona en su más profunda intimidad, los sacramentos tienen también una dimensión comunitaria pues confirman y dan testimonio del compromiso de cada cristiano con sus semejantes.

Sacramento Universal

La palabra sacramento sirvió para traducir el término griego mysterion que designa en el Nuevo Testamento lo oculto e inaccesible de Dios hecho visible en Cristo. El misterio de Dios es Jesús: palabra de Dios en la historia, revelador del Padre, donación de Dios a los hombres. Visible en su humanidad y Redentor por su divinidad, Cristo es el sacramento primordial de la salvación. A su vez, la Iglesia es el sacramento universal pues en ella Cristo glorificado permanece presente en el tiempo y en el espacio a través del Espíritu Santo. La Iglesia prosigue la obra del Señor esparciéndola por todo el mundo, anunciando el Evangelio y llamando a todos los hombres a la conversión en la fe. Tal es la razón de ser y la misión de la Iglesia.


CRISTO
LA IGLESIA
SACRAMENTOS
El signo exterior
Su humanidad
Su historicidad
Su expresión ritual
La realidad interior
Su divinidad
La presencia de Cristo
Su carácter sagrado
El fruto
La redención
La santificación
La gracia sacramental

Los sacramentos son signos e instrumentos de la acción de Cristo, pero ya no es el Jesús histórico quien actúa sino el Cristo glorificado y presente en la Iglesia por medio del Espíritu Santo. Ahora bien, la sacramentalidad de la Iglesia comprende una doble dimensión: vertical, por ser una institución jerárquica y horizontal, por ser una comunidad de fieles.

Liberada de las preocupaciones políticas que implicaba el gobierno de los Estados Pontificios, la Iglesia Católica ha centrado su actividad, sobre todo, en el campo pastoral, experimentando una profunda renovación que busca revitalizar su riqueza espiritual.

Como una síntesis del pensamiento y la acción de la Iglesia en el transcurso de veinte siglos, el Concilio Ecuménico Vaticano II trazó sus grandes directrices:

—La Iglesia se considera plenamente solidaria con la humanidad y con su historia buscando dar, desde la fe, una respuesta a los desafíos que el hombre afronta, tanto en lo individual como en lo social.
—La Iglesia es consciente de que su misión salvadora es universal, y de que no puede llegar a los hombres desde el poder sino desde el servicio.
—El mensaje redentor de Cristo sólo puede anunciarse en un ámbito de libertad, respetando las distintas creencias religiosas y propiciando el diálogo con los hermanos separados, defendiendo a su vez el derecho de proclamar la fe católica sin impedimento alguno.
—La liturgia católica, como expresión vital de la fe, exige redescubrir el sentido comunitario que conduce a la participación activa y, consecuentemente, sintonizar en su lenguaje con las realidades de la vida humana.
—Para la Iglesia es fundamental que cuantos están llamados a una vocación sacerdotal o religiosa, asuman un mayor compromiso de fidelidad al Evangelio.
—Pero también los laicos o seglares, todos los bautizados, tienen la obligación y no sólo la posibilidad de hacer apostolado, de tal modo que su vida (individual, familiar, profesional) sea un testimonio de fe ante el mundo.
La Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo místico de Cristo, se presenta como una comunidad fraterna y espiritual, servidora de los hombres en el mundo y testigo de la presencia de Dios.